El sol, poco a poco, va abriéndose paso por entre las nubes y uno de sus rayos penetra con fuerza y sin piedad a través de los cristales de su ventana. Es la señal que espera cada día para abandonar la calidez de la cama.
Sin pensarlo dos veces, se dirige a la cocina y coloca la cafetera en el hornillo eléctrico, mientras; continúa hacia el baño para ponerse el bañador y asearse un poco, ya se duchará cuando llegue, desde la cocina le llama el ruido del café brotando e inundando toda la casa con ese aroma que hace que se despierten todos los sentidos.
Se sirve una taza que toma despacio, saboreándola, mientras mira por la ventana y se pregunta ¿Qué me deparará el día hoy? Deja la taza en el fregadero, coge la cámara de fotos y se encamina por el sendero que lo lleva hasta la playa.
Su mirada se dirige al horizonte para ver la enorme esfera naranja que se mece entre las olas como queriendo besarlas, lo intenta cada día porque el sol está enamorado de la mar, es a quien primero visita y de quien por último se despide cuando va a dormir.
Pero, nuestro amigo continúa su caminar con paso firme y rápido, no quiere perderse la llegada de las garzas, las gaviotas y garcetas que cada mañana van a darse su baño matutino. Tampoco desea que el sol se aleje mucho del objetivo de su cámara para, un día más, cazarlo mientras camina hacia las montañas donde calentará la tierra, los árboles y matorrales.
Como el dueño que vigila sus propiedades, se acerca a los pequeños charcos que el mar en su ir y venir va sembrando acá y allá como si de pequeños jardines se tratara. En ellos encuentra; lapas, que se adhieren a la roca temiendo que le quiten su pequeña parcela, un cangrejo ermitaño quien, con muchos esfuerzos, intenta cambiar de caracola y, correteando de un lado a otro, están los bullones jugueteando entre las sombras para que nadie los vea.
Allá a lo lejos se escucha el canto lastimero de un arrorró. Nuestro amigo no necesita mirar para saber de quién se trata, es ella, la mujer de negro, la que cada mañana dirige sus pasos al mar como una triste Adolfina más. Lleva en sus brazos un ajado sombrero negro que acuna y besa constantemente.
No pasa un solo día en el que no llegue a la playa para buscar a su hijo, aquel que un día el mar se llevó para no retornarlo nunca más. Él la mira como siempre con desconsuelo y preocupación, teme que una mañana se adentre demasiado y tampoco regrese a la arena.
Deja todo a buen recaudo y, lentamente, se adentra en el mar dejando que las olas acaricien su cuerpo, que la sal se pegue a su piel ya curtida por el sol y el salitre. Nada dando largas brazadas hasta que nota que el astro rey ha llegado a lo alto. Esto le indica que es la hora de regresar a casa donde le espera su esposa.
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