Marisol Ayala.
Cada tarde sale a su balcón grande y novelero y ahí lo veo caminando de
pared a pared, unos quince metros que recorre decenas y decenas de
veces. Hace unas semanas adaptó su look al frío que debe hacer en su
balcón esquinado y de piso alto.
Se ha hecho con un pasamontaña que le
cubre cara y cuello; una pequeña abertura le permite ver y beber. Debe
vivir solo con el perro que hace exactamente el mismo recorrido que su
dueño. Así combate la soledad o eso intuyo; no todo el mundo sabe
disfrutar de la soledad, algo fácil cuando tienes la certeza de que una
llamada convertiría la casa en un centro de acogida. Tengo amigas que
desde sus casas, alejadas de la mía, nos vigilamos de tal manera que se
enfadan cuando anuncio que bajaré a comprar la prensa. Ya soy mayor y
nadie me quiere más que yo. Por cierto, hace unos días me dediqué a
chequear la zona de Triana y alrededores. La soledad. La cosa es que en
algunos escondrijos que he transitado otras veces estaban las y los de
siempre. Amigos buscando arrope. Un patio trasero con un bidón con
cervezas a las que accedes dejando dos euros en una jabonera y tirando
de una soga te saca el botellín a flote. No música, no bulla, que no
toda la vecindad está en el mismo rollo. Ese día en la caminata llegué a
la Avenida Marítima a La Provincia. Toqué para ir al baño. Entré saludé
a la compañera de seguridad que vive con terror la pandemia a pesar de
disponer de mascarillas, guantes, gel higienizante, pero cada cual
defiende sus miedos como puede. El edificio está vacío. Ella es la única
persona que lo habitaba ese día. Atravieso la redacción y reparo que es
la primera vez en mi vida que hago el trayecto con una redacción
fantasma, sin vida.
fuente: https://marisolayalablog.wordpress.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario