En el verano de 2013, a algún gurú del marketing se le ocurrió fichar a Beyoncé Knowles como embajadora plenipotenciaria, valga la redundancia, de la colección de baño de H&M. El resultado, unas fotos de Knowles en Bahamas dando caderazos a cámara, vestida, es un decir, con biquinis de a 9,95 euros la pieza y una orquídea arraigándole en la cabellera, no solo hizo temblar las ventas, sino el misterio.
No es la primera ni será la última, que decían las abuelas. Lejos de mí cualquier ánimo generalizador de cualquier clase. Pero, si a Beyoncé, con lo que es Beyoncé, le ha sido presuntamente infiel su marido, el muy sobrado, influyente y lisonjeado rapero y productor Jay Z, ¿qué podemos esperar el resto? Y no lo sugiero yo. Lo canta ella, literalmente, en varios de los temas de Lemonade, su sexto álbum, el que desgranará en su concierto de Barcelona este miércoles, patrocinado por Los 40, y con el que, aunque no ha logrado ningún hitazo global, ha recibido el elogio de la crítica. Sonidos más adultos, sombríos y oscuros que antes, dicen quienes saben. Letras más explícitas, airadas y cristalinas que nunca: “¿Es peor parecer celosa, o loca?”, pregunta al aire en una canción. “¿Me quieres? Te quieres a ti” le espeta en otra a un sujeto X a quien acaba rematando con un “Quién coño te crees que soy? No te has casado con una zorra cualquiera”. Si a Jay Z no le atruenan los oídos, que venga Solange Knowles, hermana de la diva, la misma que le soltó un sopapo al cuñado en un ascensor en lo peor de una de las supuestas crisis de la pareja, y lo diga.
Esta es la penúltima encarnación de Beyoncé. Su salida de la crisálida. De la exultante y carnalísima madre con las endorfinas por las nubes de su recién parida hija Blue Ivy, del anuncio de H&M, a la mujer sabia, adulta y vivida que deslumbró al globo en la final de la Super Bowl. La Beyoncé de siempre, con una nueva sombra de gravedad en los ojos que dicen que son el espejo del alma. Avatares reales, o magistral jugada mercadotécnica, pareciera que Knowles se ha hecho mayor de repente.
Puede que no sea la más guapa, con su aguerrido perfil de reina afroamericana. Ni la más alta, con su 1,70 raspado. Ni, desde luego, la más fina ni la más elegante, aunque la pacata industria norteamericana se haya subido finalmente al carro y la haya nombrado Icono de la Moda el pasado mayo. Puede que no sea la que mejor cante, ni baile, ni la que mejor luzca sobre el escenario. Pero arrebata como ella sola, y quien la ve, la recuerda. Las demás venden motos. A ella, te la crees a ciegas, y, sean verdaderas o falsas, se las compras.
La estrella de Beyoncé Knowles-Carter (Houston, Tejas, 1981) no ha dejado de brillar desde que inició una carrera de niña prodigio alentada por su padre, y que tuvo su primer hito al frente del grupo femenino Destiny’s Child en los primeros años del siglo XXI. Rodeada siempre de congéneres —Ave Beyoncé, bendita tú eres entre todas las mujeres—, como hoy, rodeada de una legión de bailarinas que a la vez la arropan y la desnudan, aquella supernova pedía a voces luz propia. Estaba cociéndose la diva que iba a poner a bailar al mundo con himnos intergeneracionales de celebración de la vida como Crazy in Love y All the Single Ladies.
Porque, sí, Beyoncé es vida en vena. La alegría y el éxtasis, pero también el dolor, la rabia y la introspección que dicen que vende ahora no son más que pura vida. El cielo y el infierno, por no hablar del limbo nuestro de cada día, no están ni muy arriba ni muy abajo, sino justo detrás de las puertas de chabolas y palacios. Vuelve Beyoncé más racial que nunca. “Las personas menos respetadas en pleno siglo XXI son las mujeres norteamericanas negras”, sentencia, y se declara orgullosa de su nariz chata y del pelo de escarola de su hija Ivy. Ella, que va del liso tabla al rizado salvaje, o de rubia a morena, o de cana a pelirroja, o de lo que a ella o a sus publicistas les dé la gana.
Esa es su gran baza. Puede que la traicionen, pero es ella quien manda. Exuda sexo y sentido y sentimiento. Feminidad y feminismo. Sospecho que no se le caen los anillos, y, si se le caen, es muy capaz de meter el brazo hasta el codo en un inodoro atascado para cogerlo, como una vez me confesó Bibiana Fernández, otra señora de la misma raza. Una raza superior de mujeres. La de esas negrazas, o gitanas o pálidas caucásicas capaces de cuadrar el PIB de un país, volver loco a un tío o a una tía y limpiarle los mocos a los críos al mismo tiempo, aunque ni sean gobernantas, ni tengan novio ni novia ni hijos. Una mujer con su celulitis y sus vellos y sus peleas consigo misma. Una diosa de carne, hueso y tripas. Una deidad para ellas y ellos cuya música suena desde en graduaciones de parvulitos/as, despedidas de solteras/os a fiestas de divorciadas/os y homenajes de jubiladas/os.
A todo esto, Jay Z seguía siendo su amante esposo al cierre de estas líneas. “Sabes que lo has logrado cuando tu matrimonio vale millones”, rapea el macho alfa en su último trabajo. Ella ni confirma ni desmiente si perdona u olvida o todo forma parte del negocio. En mayo dio su primera y única entrevista en tres años. Las muy divinas solo hablan, como los jueces, por sus sentencias. Mejor quedarnos con el misterio.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/08/01/actualidad/1470076812_128231.html
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