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jueves, 6 de septiembre de 2018

La nueva cara de Katie, un trasplante facial histórico

 

1 año, 9 meses y 18 días antes del trasplante

Las imágenes de este artículo son duras. Pero si te pedimos que nos acompañes en el extraordinario viaje de una joven que se sometió a un trasplante facial, es porque revela algo profundo sobre nuestra humanidad.

 Nuestro rostro expresa quiénes somos, mostrando miles de emociones. Es nuestra puerta al mundo sensorial, lo que nos permite ver, oler, gustar, oír y sentir la brisa. ¿Somos nuestro rostro? Katie Stubblefield perdió el suyo a los 18 años. A los 21, los médicos le dieron uno nuevo. Esta historia habla de traumas, identidades, resiliencia, devoción y milagros médicos increíbles.

 

La nueva cara de Katie, un trasplante facial histórico

La cara reposa sobre una bandeja quirúrgica. Los ojos, vacíos y ciegos; la boca, abierta, como exclamando: «¡Oh!».

Hace 16 horas los cirujanos del quirófano 19 del Cleveland Clinic iniciaron la delicada labor de extirpar el rostro de una mujer de 31 años que hace tres días fue declarada clínica y legalmente muerta. Pronto se lo llevarán a una mujer de 21 años que desde hace tres espera recibir una cara nueva.
Por un instante, la cara reposa con expresión pasmada. Cirujanos, residentes y enfermeros, mudos de pronto, la observan impresionados mientras profesionales médicos, como si de unos paparazzi extrañamente educados se tratase, se acercan cámara en mano para documentar el momento. La cara, ya sin riego sanguíneo, palidece. Cada segundo que pasa separada del cuerpo se asemeja más a una máscara mortuoria del siglo XIX.

Katie va a convertirse en la persona más joven sometida a un trasplante facial en Estados Unidos. Su trasplante, el tercero del hospital y el cuadragésimo de los que existe constancia en el mundo, será también uno de los más amplios. Durante el resto de su vida Katie será un sujeto de estudio de una cirugía todavía experimental.
Al mirar la cara que transporta, Papay siente una especie de reverencia. Es asombroso, piensa, lo que algunas personas deciden hacer por el prójimo: donarles el corazón, el hígado, incluso el rostro. Pronuncia para sí mismo una oración de agradecimiento y lleva la cara hacia su nueva vida.

La cara, un órgano maravilloso

Pertenecemos a un club exclusivo: el de los animales que reconocen su propio rostro en el espejo. Además de nosotros, los únicos que demostradamente se reconocen a sí mismos son los grandes simios, el elefante asiático, la urraca común y el delfín mular. Con solo siete meses de edad los delfines ya posan, hacen piruetas y presionan el ojo contra el espejo para observar su reflejo. Los humanos son los únicos animales conocidos que expresan consternación al contemplar su imagen reflejada.
Cuando escudriñamos nuestra propia faz en busca de arrugas e imperfecciones solemos olvidar que la cara es un órgano maravilloso. Es la parte más distintiva de nuestro cuerpo visible, un misterioso mosaico de lo físico y lo psíquico. Y es el trabajador incansable del cuerpo: confiere y confirma la identidad, expresa las emociones, comunica los significados, lleva a cabo funciones básicas necesarias para la vida y nos permite experimentar el mundo a través de los sentidos.
 Nacemos buscando rostros. Los recién nacidos se giran hacia ellos en los primeros momentos de su vida extrauterina. Los bebés observan nuestras expresiones, reaccionan a ellas y las imitan como si fuese la misión que tienen asignada. Y en cierto modo lo es. Su minucioso estudio de los semblantes es el primer paso hacia la comprensión de esa curiosa aventura de ser humano. Desde el punto de vista evolutivo, la cara nos ayudó a hacernos animales sociales.

A mí. Nuestro rostro es la imagen externa que asociamos a nuestra consciencia interna del yo, a quiénes somos y el lugar que ocupamos en el mundo. El rostro nos enraiza en nuestra cultura, en los ritos y las normas que dictan cómo nos presentamos y cómo vemos a los demás. En algunas culturas, la faz se vela y se oculta. Otras la destacan con tatuajes, perforaciones y escarificaciones. En el mundo contemporáneo el rostro suele ser un lienzo en blanco que se manipula con cirugía estética, inyecciones y técnicas complejas de maquillaje. Si permitimos que envejezca, el rostro cuenta la historia de nuestra vida. Nos vincula con el pasado de nuestros ancestros y con el futuro de nuestros descendientes.

La cara es el espejo del alma

En el nivel más simple de la identidad, nuestra cara hace las veces de foto del pasaporte a ojos de los demás. También es el medio por el cual nuestros congéneres buscan conocernos más a fondo, descubrir quién somos detrás de esa fotografía. «El aspecto físico es la parte más pública del yo, de la identidad. Es nuestro sacramento, el yo visible que el mundo interpreta como un espejo del yo invisible, interior», escribe Nancy Etcoff, psicóloga de la Facultad de Medicina de Harvard, en su libro La supervivencia de los más guapos.
Si las emociones que expresa nuestro semblante son adaptaciones evolutivas o conductas sociales aprendidas, constituye un animado debate de las ciencias sociales. Charles Darwin postuló en 1872 que las expresiones faciales que demuestran determinadas emociones son adaptaciones universales. A finales de los años sesenta el psicólogo Paul Ekman concluyó que Darwin estaba en lo cierto. Los seres humanos, en todas las culturas, reconocen manifestaciones faciales específicas asociadas con las emociones básicas: ira, asco, miedo, alegría, tristeza y sorpresa.

Puedes besar a tus seres queridos, morder una manzana, cantar, suspirar, oler la hierba recién cortada, mirar de cerca a tu hijo recién nacido y apretar la mejilla contra la suya. Además de mostrar (u ocultar) nuestras emociones, la cara enriquece nuestra capacidad de comunicación lingüística. Sonreímos, guiñamos el ojo, hacemos muecas, adoptamos innumerables expresiones faciales mientras dialogamos, a menudo sin percatarnos siquiera.
Ahora visualiza lo que ocurre bajo ese rostro prodigioso. Tenemos 43 músculos miméticos con los que expresamos emociones y articulamos las palabras. Tenemos cuatro grandes músculos a cada lado de la cara para mover las mandíbulas y unos complejos músculos linguales que nos ayudan a tragar y a hablar. La cara también se compone de capas de vasos sanguíneos, nervios sensitivos
y motores, cartílago, hueso y grasa. Los nervios craneales controlan los músculos motores y transmiten información sensorial al cerebro, permitiéndonos ver, oler, gustar y sentir con la piel.

Katie tenía solo 18 años cuando perdió la cara. Esa cara ya no existe más que en fotografías. En una cruel inversión de los cambios de imagen de la telerrealidad e Instagram, sus fotos del «antes» muestran una chica de sonrisa amplia y piel inmaculada, una chica tan joven y preciosa que parecería salida de la portada de la revista Seventeen.

¿Cómo era Katie?

Esta prueba gráfica nunca bastó para convencer a Katie. «Nunca me vi guapa», me dijo un día, varios meses después de conocernos. A su madre, Alesia, no le sorprendió el comentario. Katie era una perfeccionista, dijo. «Es todo generosidad con los demás, pero consigo misma siempre ha sido muy dura». Cuando volví a repasar sus fotos, percibí un aire de fragilidad en su rostro, un atisbo del precio de ser perfecta.
De pequeña era una niña arrolladora, me dijo Olivia McCay, su hermana mayor. «Era intrépida, muy intrépida, y divertidísima». Tenía un sentido del humor ágil y sarcástico que compartía con su hermano, Robert. Pero al ir creciendo, advirtió Olivia, empezó a imponerse a sí misma una presión enorme. «Quería ser la mejor en todos los deportes que ni siquiera había practicado nunca –me contó su hermana–. Quería sacar las mejores notas. Se pasaba horas y horas estudiando, siempre estudiando».
Cuando Katie estaba en el instituto, la familia se mudó dos veces. En su segundo curso se mudaron de Lakeland, Florida, donde Katie se había criado, a Owensboro, Kentucky. Justo cuando un año más tarde empezaba a acostumbrarse se mudaron de nuevo, esa vez a Oxford, Mississippi. Su padre, Robb, que había sido pastor y educador, y Alesia se colocaron como maestros en una pequeña academia cristiana. Katie se matriculó en tercer curso y se enamoró de un compañero de clase. Empezaron a hablar de matrimonio. «Mucha seriedad para alguien tan joven –recordaba Olivia–. Ese año creció a una velocidad increíble». Tras las mudanzas, dijo, «creo que Katie estaba deseando tener algo de estabilidad y rutina».

No fue así. En su último año de instituto Katie creyó que su mundo se venía abajo. El año anterior la habían operado de apendicitis, y una serie de complicaciones culminaron con la extirpación
de la vesícula en el mes de enero de su último año de instituto. Dos meses después, me contaron los Stubblefield, el director de la escuela los informó de que no iba a renovarles el contrato y a continuación despidió a Alesia de improviso. Katie, que había confiado en el director, se sintió traicionada.
Entonces, el 25 de marzo de 2014, Katie cogió el móvil de su novio y encontró mensajes dirigidos a otra chica. Cuando le pidió explicaciones, me relató su familia, él rompió con ella.
Dolida y enfadada, Katie se presentó en casa de Robert. Estaba furiosa y se puso a mandar mensajes de móvil sin dejar de caminar arriba y abajo por la casa. Robert llamó a su madre. Mientras los dos estaban fuera hablando de lo afectada que estaba Katie, ella se metió en el cuarto de baño, apoyó la barbilla sobre el cañón de la escopeta de caza de Robert y apretó el gatillo. Cuando él echó abajo a patada limpia la puerta que su hermana pequeña había cerrado con pestillo, se la encontró ensangrentada. «Y sin cara», contaba, todavía impactado por el recuerdo.

La bala fue un pérfido ladrón

Para hacerte una idea de qué fue lo que robó a Katie, llévate las manos a la cara, los pulgares en contacto por debajo de la barbilla y los índices tocándose en el entrecejo. Tus manos están enmarcando la zona facial que la joven perdió. Desaparecieron parte de la frente, la nariz con sus senos, la boca (salvo las comisuras de los labios) y buena parte de los maxilares, los huesos que conforman las mandíbulas y la parte delantera de la cara. Los ojos seguían allí, pero desplazados y muy dañados.
En ese estado llegó Katie más de cinco semanas después al hospital que en 1921 fundaron en Cleveland, Ohio, cuatro médicos, tres de los cuales habían servido juntos en la Primera Guerra Mundial y regresado a casa inspirados por el modelo militar de trabajo en equipo entre especialistas. En Memphis, Tennessee, donde Katie se sometió a la primera operación, los médicos le habían salvado la vida contra todo pronóstico, pero su intento de cubrir el enorme boquete con un injerto de tejido abdominal había fracasado.
Brian Gastman, el primer médico del Cleveland Clinic que vio a Katie, la puso en una camilla sin saber si viviría. Era muy menuda. Solo pesaba
47 kilos. Y aunque sobreviviese, no estaba seguro de que fuese a tener tejido suficiente para todo el trabajo de reconstrucción que veía por delante.

En sus 27 años de formación y ejercicio de la medicina, dijo Gastman, este era uno de los traumatismos faciales más terribles que veía. Además de las heridas de la cara, la fuerza del impacto había causado a Katie lesiones cerebrales traumáticas en el lóbulo frontal, el nervio óptico y la hipófisis. El daño de la hipófisis descalabró sus funciones hormonales y sus niveles de sodio, algo que puede ser fatal. A cargo de la atención de Katie, Gastman organizó un equipo multidisciplinar de 15 especialistas que se ocuparían de todos sus problemas, desde endocrinólogos hasta psiquiatras.
Gastman, de 48 años, está especializado en la cabeza, el cuello, la piel y cánceres de alto riesgo de tejidos blandos. Como cirujano plástico, extirpa tumores y lleva a cabo las reconstrucciones posteriores. También codirige el programa de melanoma y cáncer de piel de alto riesgo y lleva su propio laboratorio de investigación. Robb, Alesia y Katie suelen repetir que Gastman la quiere como a su propia hija. Le pregunté sobre ello. Se sintió incómodo e hizo una pausa antes de responder. «De entrada no soy un tipo dado a sensiblerías, ni con Katie ni con mi propia familia –fue su respuesta meditada–. Pero me siento muy responsable de ella. Esta es la misión de mi vida. Con alguien como ella, tan joven, es el punto culminante. Esto es para lo que debe de haber servido toda mi formación».

Un equipo médico fabuloso

«Katie adora al doctor Gastman –asegura Alesia–, pero el doctor Papay la tiene enamorada». Papay, de 64 años, dirige el Instituto de Cirugía Plástica y Dermatología del hospital. Es el contrapunto encantador de Gastman, con su cabello plateado y sus aires de bon vivant. Sus años de trabajo en trasplantes faciales también hacen de él la voz de la experiencia y el saber dentro del equipo de trasplantes faciales del hospital.
Papay estudió ingeniería biomecánica antes de hacerse médico; sus estudios le enseñaron a adelantarse a posibles problemas y diseñar soluciones. Dice haberse decidido por la cirugía plástica porque trabaja tanto la forma como la función. «Todo el mundo cree que somos los de la estética, los que hacemos estiramientos faciales y aumentos de pecho –apunta–, pero en la cirugía plástica y los trasplantes faciales somos innovadores, somos los que arreglamos el desastre».

A base de muchas operaciones, Gastman y un equipo de especialistas estabilizaron a Katie y le remendaron la cara. Le retiraron y repararon los huesos fracturados. Para habilitar un conducto nasal y protegerle el cerebro, Gastman confeccionó una nariz y un labio superior rudimentarios con tejido del muslo. Para hacerle una barbilla y el labio inferior utilizó un trozo del tendón de Aquiles. Los médicos le fabricaron un nuevo maxilar inferior con titanio y un fragmento del peroné con carne todavía adherida, guiándose por un modelo tridimensional obtenido a partir de un escaneado de la mandíbula de Olivia. Para reducir la separación que le había quedado entre ambos ojos le implantaron en el hueso un distractor, que ajustaban todos los días. Fue un trabajo muy exigente del que Gastman se sentía orgulloso.
Katie nunca pudo ver ese rostro, pero se acostumbró a su tacto: el tubo oblicuo de carne en el centro, la barbilla bulbosa. Sabía que tenía los ojos como si alguien la estuviese agarrando por las mejillas y tirando hacia arriba con una mano y hacia abajo con la otr
 Para Katie, 2014 fue un año perdido. No recuerda nada de su intento de suicidio ni de las operaciones subsiguientes. Sus padres tuvieron que explicarle lo que había ocurrido. Se quedó de piedra. «Nunca jamás se me había ocurrido hacer algo así. Al oírlo, no supe cómo encajarlo –me dijo–. Me sentía culpable de hacer pasar tanto dolor a mi familia. Me sentí fatal».

Los Stubblefield ya no regresaron a Oxford. Robb y Alesia se mudaron a la Ronald McDonald House cercana al hospital, instalándose en una habitación del tamaño de un estudio con cocina. Katie tenía derecho a Medicaid (un programa de asistencia médica del Gobierno de Estados Unidos para la gente necesitada), y el hospital pagó gran parte de sus cuidados con financiación federal para el estudio de los trasplantes faciales. En el día a día los Stubblefield subsistían gracias a la generosidad de los demás: familiares y amigos que les daban dinero, organizaban recaudaciones y lanzaban campañas en internet. Robb cogía trabajillos sueltos, pintando casas o de vigilante.

Cuidar de su hija, un trabajo a tiempo completo

Katie pasó a ser para ellos un empleo a tiempo completo. Cada vez que ingresaba en el hospital, uno de los dos no se separaba de ella prácticamente para nada, ni de noche ni de día. Cuando no estaba en el hospital, sus días eran un no parar de citas médicas, sesiones de rehabilitación y la búsqueda eterna de algo que pudiese ayudarla. Acupuntura. Masajes. Un quiropráctico. Un entrenador personal. Un nutricionista. Musicoterapia. Servicios espirituales y de sanación. Buscaban información en Google, colgaban actualizaciones para sus amigos en una página de Facebook y organizaban su agenda en una gran pizarra-calendario.
Dos años después de que Katie llegara al hospital, la conocí a ella y a sus padres en la sala de espera del departamento de cirugía plástica, un espacio grande y luminoso que constituye una de tantas extrañas encrucijadas de la medicina estadounidense actual. En ella esperan pacientes con aparatosas cicatrices y rostros desfigurados al lado de clientes tersos y relucientes que vienen a inyectarse Botox e interesarse por un lifting facial.
 Katie llegó en una silla de ruedas empujada por su padre. Llevaba una mascarilla quirúrgica en la parte inferior del rostro y un pañuelo de vivos colores en la cabeza. Parecía menuda y vulnerable, aunque pronto descubrí que no lo era. Me estrechó la mano y me saludó animadamente, y mientras charlábamos entendí que en aquel entorno, al menos, daba la impresión de sentirse totalmente cómoda. Quizá porque no destacaba. Por una cosa o por otra, todos los presentes estaban descontentos con su cara.

Cuando visitaba a la familia en la casa del Big Mac, como la llama Robb, casi siempre hallaba a Katie en una butaca reclinable, recostada y tapada con mantas de tejido polar. Alesia la atendía sin descanso: le daba la medicación, le traía agua en un vasito con boquilla para bebés, le daba friegas en las manos y en los pies con lociones perfumadas, le calentaba las zapatillas y las mascarillas oculares en el microondas.
Por lo general Katie escuchaba la conversación sin decir nada, pero de vez en cuando intervenía con un comentario o un chiste, y por un instante me permitía entrever a la Katie divertida de la que siempre hablaba su familia.

Religión un pilar fundamental en la familia

Un día estábamos hablando de religión, un pilar fundamental de los Stubblefield. Lo que le ocurrió a Katie dio una buena sacudida a su fe, pero no acabó con ella. Tampoco con su matrimonio, algo que suele ocurrir cuando un hijo muere o sufre graves problemas médicos. Donde Alesia es todo emoción, Robb tiende al discurso intelectual. Tiene una barba poblada que acentúa su estampa de hombre sabio, y cuando Alesia se exalta, él la mira con una sonrisa tierna.
Ese día Alesia estaba hablándome de su niñez en un entorno cristiano ultraconservador. Su Iglesia prohibía el alcohol, y ella no descubrió hasta la mediana edad que le encanta el vino y los buenos combinados: «¿Se lo puede creer? ¡Me tomé la primera copa a los 43 años!».
Katie levantó la cabeza. «Pues yo a los 14», dijo.
Aquello cogía de nuevas a Alesia y Robb, quienes se rieron con la resignación paterna del «¡Qué le vamos a hacer!». «Ay, Katie…», dijo Alesia con cariño.
Una tarde Alesia me explicó que la situación todavía se le antojaba surrealista. Jamás le había preocupado que Katie se metiese en problemas. Era sensible y tenía una vena melancólica, sí, pero también un sentido del humor de lo más sarcástico. La noche antes de pegarse un tiro había dicho en broma que no pensaba recoger la mesa; cogió una marioneta de corderito y, con voz de dibujo animado, dijo: «Qué va-a-a-a-a, qué va-a-a-a-a».
¿Qué pistas no había visto? Alesia solía sumirse en las simas de la culpa y la pena, convencida de que había fallado a su hija. Se aferraba a una cosa que le había dicho la psiquiatra clínica Kathy Coffman. El intento de suicidio –Alesia casi siempre le llamaba «el accidente»– fue un acto impulsivo. Es muy posible que cinco minutos más tarde, o cinco minutos antes, Katie no hubiese cogido la escopeta.

Hace bien poco, en 2004, la cara que Katie llamaba Shrek era el mejor resultado que hasta los cirujanos plásticos con más competencia en reconstrucciones podían obrar sobre una paciente con unas lesiones tan graves como las suyas. Katie habría vivido el resto de su vida ocultándose el rostro como buenamente pudiese con mascarillas y fulares, oyendo los murmullos sorprendidos de la gente cada vez que saliese a la calle, pasándolo mal para hablar y para comer.

Innovación médica

Ese destino tan cruel cambió en 2005 cuando un equipo de cirujanos franceses llevó a cabo el primer trasplante parcial de cara del mundo. Pero fue una científica del Cleveland Clinic quien abrió la puerta del procedimiento al demostrar, a base de años de investigaciones, que la cara podía trasplantarse igual que el corazón o las manos.
La iniciativa fue liderada por Maria Siemionow, una médica elegante y reservada que nació y estudió en Polonia. Llegó al Cleveland Clinic en 1995 y fue la primera facultativa del mundo en recibir autorización institucional oficial para llevar a cabo esta cirugía revolucionaria en seres humanos en 2004. Cuatro años más tarde un equipo de cirujanos de este hospital, entre ellos la propia Siemionow, completaron el primer trasplante facial en Estados Unidos.
Instalada hoy en la Universidad de Illinois en Chicago, Siemionow me dijo que la idea del trasplante facial se le ocurrió en 1985, durante una misión humanitaria en México. Había operado a varios niños con quemaduras tan graves que tenían los dedos de las manos pegados entre sí.

Los médicos llevaban trasplantando órganos internos desde 1954, fecha del primer trasplante renal superado con éxito. El siglo XX se cerró con el alotrasplante compuesto vascularizado, término que denota el trasplante de la cara, las manos y otras partes del cuerpo que no son órganos sólidos. Pero muchos seguían pensando que la idea de trasplantar el rostro era descabellada.
La mayor parte del estamento médico hacía mofa de aquella posibilidad, me explicó Gastman, pero Siemionow perseveró en su idea y llevó a cabo centenares de experimentos. Ensayó distintas técnicas quirúrgicas y patrones de sutura en la anastomosis –la unión de dos vasos sanguíneos o dos nervios– y desarrolló innovadoras estrategias inmunosupresoras para prevenir el rechazo de la compleja variedad de tejidos que componen la cara. Fue la primera científica en comunicar el éxito de un trasplante facial en animales, concretamente en una rata.

En 2002 los médicos e investigadores ya no rechazaban la idea de plano. La revista médica británica The Lancet publicó un artículo titulado: «Trasplantes faciales: ¿fantasía o futuro?». Los autores escribían: «La idea puede resultar chocante». Sin embargo, los trasplantes faciales no solo eran el futuro más probable, afirmaban, sino que bien podrían llegar a ser obligados para los cirujanos que tratasen pacientes gravemente desfigurados.

Trasplantes faciales y ética

La ética hizo su aportación; muchos sostenían que los trasplantes de cara, como los de manos, no eran imprescindibles para salvar la vida al paciente y lo expondrían a demasiados riesgos graves con la única meta de facilitarles la vida.
La propuesta de trasplantar partes visibles del cuerpo también entrañaba una pronunciada reacción emocional del público ante las innovaciones biotecnológicas, lo que en el campo de la bioética se denomina «yuck factor» (algo así como factor grima). Al fin y al cabo, un corazón trasplantado no lo ve nadie, ni siquiera el propio paciente. Un trasplante de cara conlleva reminiscencias del thriller de 1997 Face/Off, en el que el agente del FBI John Travolta se intercambia el rostro con el terrorista Nicolas Cage.
Papay seguía las investigaciones de Siemionow y le ofreció apoyo. En cuanto ocupó la dirección del instituto de cirugía plástica, me contó, «Fui a hablar con ella y le dije: “Hagámoslo”».
«Allá vamos!», dijo Gastman al entrar en la habitación de Katie la mañana del 4 de mayo de 2017. Casi no había dormido; se había pasado la noche ultimando los detalles finales. Entrar en la habitación en la que estaban reunidos los amigos y parientes de Katie fue para él como salir al campo procedente del túnel de vestuarios.
Las dos diminutas comisuras de lo que habían sido los labios de Katie se elevaron insinuando una sonrisa. Por fin iba a tener una cara nueva. Habían pasado más de tres años desde el disparo y llevaba más de uno en la lista de espera de la Red Unida para la Compartición de Órganos (UNOS, por sus siglas en inglés), entidad que presta sus servicios al Departamento de Salud y Servicios Sociales de Estados Unidos.

Katie, un banco de pruebas

Gastman dijo a Katie que su decisión no solo la beneficiaría a ella, sino también a otros futuros pacientes. «Estás contribuyendo a hacer de estas reconstrucciones una realidad, y cada vez serán mejores –le dijo–. Con cada caso aprendemos muchísimo. Y el tuyo va a salirnos infinitamente mejor que hace 39 trasplantes, porque hemos aprendido una barbaridad».
Las compañías de seguros y los programas de asistencia médica públicos estadounidenses Medicare y Medicaid no costean trasplantes faciales porque aún se consideran experimentales, pero la Sociedad Estadounidense de Trasplantes Reconstructivos ha allanado el camino para que empiecen a financiarlos al proponer guías de determinación de su necesidad médica. El Departamento de Defensa hizo posible el trasplante de Katie por medio del Instituto de Medicina Regenerativa de las Fuerzas Armadas (AFIRM), que también ha auspiciado trasplantes de mano.
Este consorcio de instituciones militares y privadas fundado en 2008, con un presupuesto de 300 millones de dólares, 125 de ellos de procedencia militar y el resto aportados por otras fuentes, colocó los trasplantes y otras investigaciones innovadoras sobre la regeneración de tejidos y huesos –además de nuevas terapias de inmunosupresión– en la pista de despegue. Joachim Kohn, uno de los primeros directores de los proyectos de investigación de AFIRM, me explicó que la iniciativa nació tras la segunda batalla de Faluya, el conflicto más cruento de la guerra de Iraq. «Volvieron a Estados Unidos cientos de militares quemados y lisiados», dice. Un artículo de 2015 comunicaba que 4.000 personas que intervinieron en las guerras de Iraq y Afganistán habían sufrido heridas faciales, consideradas catastróficas en una cincuentena de casos.
El Cleveland Clinic ha recibido 4,8 millones de dólares, 2 de ellos preasignados a la investigación de trasplantes faciales. Hasta la fecha ningún miembro del Ejército se ha sometido a un trasplante facial, aunque Siemionow dijo haber entrevistado a varios candidatos. Me explicó que finalmente decidieron no seguir adelante. «Son personas aguerridas –me dijo–. Consideran que sus heridas de guerra son un honor. Están deseando que los desplieguen para el combate». Un trasplante de cara, que exige tomar fármacos inmunosupresores de por vida, lo haría imposible.

El conejillo de indias perfecto

A los 21 años, con la cara destrozada por un arma de fuego, Katie era el mejor suplente de un herido de guerra que jamás encontraría el Pentágono. Pero antes de que Katie pudiese convertirse en sujeto voluntario de investigación, Gastman, Papay y otros profesionales del hospital pasaron horas y horas explicando a los Stubblefield qué significaría para su hija tener un rostro nuevo. La familia no había oído hablar de los trasplantes faciales hasta que un médico de Memphis les comentó la labor del hospital.
Restaurar la funcionalidad –la capacidad de comer, hablar, respirar por la nariz, parpadear– es mucho más importante que la estética, me dijo Papay. Ese comentario me dio pie para sacar un tema espinoso. Muchos receptores de trasplantes faciales no tienen precisamente buen aspecto. Sus caras parecen petrificadas, como máscaras, y sus facciones están ligeramente desequilibradas.
«Quizás es un comentario cruel, o hipercrítico», apunté.
«No. Es un comentario sincero. Y lo comparto –dijo Papay–. Nunca recobrarán su aspecto original, ¿entiende? Tendrán una apariencia presentable, ¿pero igual que antes? No. El aspecto siempre es mejor que cuando estaban desfigurados, pero el grado de mejora varía mucho». Gestionar las expectativas estéticas es uno de los desafíos más imponentes a los que se enfrenta el equipo, añadió el cirujano. «Tienes que ser extremadamente sincero, incluso demasiado, y realista, y transparente. Si no, estarás haciendo algo que yo considero terrible»

Coffman, la psiquiatra, que ha trabajado con los tres trasplantados faciales del hospital, participa en la criba de candidatos. Se asegura de que son estables desde el punto de vista psicológico, comprenden todos los riesgos e incertidumbres, cumplirán al pie de la letra con las instrucciones de medicación y pueden firmar con todas las de la ley el consentimiento informado. Coffman es especialmente protectora con Katie, a quien visita a diario siempre que está ingresada.
Que haya habido un intento de suicidio complica el asunto, me confesó, y me habló de uno de los primeros pacientes trasplantados, un hombre que se había pegado un tiro en la cara.
El trasplante se realizó en París bajo la dirección de Laurent Lantieri y fue un éxito. El paciente tenía buen aspecto. Pero unos tres años después de la operación se quitó la vida. «Fue desolador para todo el equipo –dijo Coffman–. El doctor Lantieri ha manifestado en varios congresos su intención de no volver a realizar un trasplante facial a una persona herida en una acción suicida».

El problema del suicidio

Y el tema nos llevó a Katie. «Esto pone sobre sus hombros el enorme peso de discernir si Katie volverá a intentarlo, ¿correcto?», pregunté a Coffman. «Sí», me respondió. Pero puntualizó que Katie actuó por impulso y que antes de ese día no había dado ninguna señal de que estuviese planteándose el suicidio. «Creo que ha estado muy estable –me explicó–. Ha estado medicándose. Nunca ha manifestado pensamientos suicidas desde aquel día. En general es una persona muy optimista».

Como parte del protocolo para obtener el consentimiento informado de Katie, Coffman y otros profesionales habían descrito los riesgos. Uno de los más importantes es la posibilidad de que se produzca un rechazo. El trasplante facial es más arriesgado que el de órganos sólidos porque comprende tejidos de muchos tipos, entre ellos músculos, nervios, vasos sanguíneos, huesos y piel. Katie tendría que comprometerse a tomar durante toda su vida potentes fármacos inmunosupresores, que a su vez constituirían otro riesgo en sí mismos, pues la harían más vulnerable a infecciones y enfermedades, en particular linfomas, otros cánceres y diabetes.
En 2016, en un congreso celebrado en París, Coffman oyó como un integrante de un prominente equipo de trasplantes faciales reclamaba una moratoria. Los pacientes estaban teniendo más problemas de lo esperado con la medicación inmunosupresora y requerían más cirugías de retoque. La tasa de mortalidad también era preocupante: de los 36 trasplantados que había hasta aquel momento, seis habían muerto. A su regreso, Coffman sugirió que quizá Katie podría esperar cinco años. «Ella afirmó categóricamente que conocía los riesgos; comprende el factor de la mortalidad», me dijo. Pero también hizo alusión a su juventud. «Es una edad de oro en la que no siempre crees que la muerte vaya a tocarte a ti».

Una y otra vez, Coffman y otros profesionales explicaron a Katie y a sus padres que se trataba de una cirugía experimental y que, dado que podía seguir viviendo sin necesidad de operarse, también era una cirugía opcional. Pero Katie no la consideraba una opción.

Manos a la obra

A las 7:30 de la mañana, 11 cirujanos se reunieron en el quirófano 20. Gastman hizo un último repaso de la lista de control impresa y pegada a una pizarra blanca. Gastman y Papay me recalcaron que el éxito del hospital en los trasplantes faciales estriba en su enfoque de equipo. «Como equipo generamos una genialidad colectiva», decía Papay. Los cirujanos llevaban meses ensayando con cadáveres cada quince días en el laboratorio de anatomía patológica del hospital; un equipo extirpaba la cara del «donante» y el otro se la implantaba al «receptor».
El cuerpo de la donante llegó en camilla al quirófano 19 unos 10 minutos más tarde y fue transferida a la mesa de operaciones. Un respirador le suministraba oxígeno por mascarilla para mantener la viabilidad de los órganos. Tenía la piel tersa y morena, la nariz bonita y el pelo oscuro. Un empleado de Lifebanc, la organización de obtención de órganos para el nordeste de Ohio, anunció al grupo que otros cirujanos del mismo hospital y de otros centros estaban esperando a que concluyese la extirpación de la cara para obtener el hígado, los riñones, los pulmones, el corazón y el útero, este destinado a la investigación.
Los cirujanos faciales tienen prioridad. Pero como los órganos tienen un valor incalculable y los trasplantes faciales no son cuestión de vida o muerte, si el estado de la donante comenzase a empeorar, el equipo de Papay tendría que abandonar su labor para que otros cirujanos pudiesen extirpar los órganos donados.
A las 8:17 Gastman hizo el primer corte, una traqueostomía para suministrar oxígeno a la donante. Retirada la mascarilla, los enfermeros le prepararon y limpiaron la cara y le afeitaron el nacimiento del cabello. Gastman trazó líneas a ambos lados de la cara y de una oreja a otra para guiar los escalpelos de sus colegas. En las siguientes 16 horas, entre tres y cuatro cirujanos, todos ellos provistos de lupas quirúrgicas –gafas con lentes de aumento–, se inclinarían sobre la donante como joyeros que examinan una piedra preciosa. A su alrededor, los residentes observaban cada movimiento, embelesados, algunos encaramados a taburetes para ver mejor.

La operación paso a paso

Primero extirparon los globos oculares para aprovechar las córneas. Después emprendieron la larga tarea de aislar y diseccionar cuidadosamente el par craneal VII. El nervio facial emerge a cada lado de la cara procedente del tronco cerebral, viaja hasta la parte anterior de la oreja y desde ahí se divide en cinco ramas, que conducen al cuero cabelludo y la frente, los párpados, las mejillas, los labios y el cuello. Aúna fibras motoras, que controlan los músculos de la expresión facial, y fibras sensitivas, que proporcionan el sentido del gusto a la lengua y sirven a las glándulas que nos permiten salivar y llorar.
A continuación Papay seccionó todo el maxilar superior y parte del inferior para implantárselos a Katie, la mayor parte de los pómulos, parte del hueso frontal que tapa los senos nasales, y las bases orbitarias y los huesos lacrimales contiguos a las cuencas de los ojos. Donde el hueso estaba expuesto se valía de diversas sierras, entre ellas una de ultrasonidos de alta frecuencia. Donde el hueso estaba oculto usaba un osteótomo, instrumento que recuerda a un cincel.
Por último se centraron en los vasos sanguíneos, que se dejan hasta el final para minimizar el tiempo que la cara pasa desprovista de riego. Diseccionaron venas y arterias, identificándolas con distintas longitudes de sutura para unirlas a los vasos de Katie.
Casi cuatro horas después de empezar a trabajar con la donante, cuando estaban seguros de que se encontraba estable y no tendrían que interrumpir la operación, decidieron comenzar con Katie. A las doce del mediodía la introdujeron en el quirófano 20, contiguo. «Katie, vamos a tratarte como a una reina –le dijo Gastman–. Y lo que queremos es que despiertes y preguntes: “¿Cuándo empezamos?”».

En cuanto Katie se durmió por efecto de la anestesia, Gastman trazó unas líneas en su rostro para marcar dónde habría que cortar y procedió por fin con la primera incisión, también una traqueostomía. Acto seguido, él y otros dos cirujanos emprendieron el desmantelamiento de la mayor parte del trabajo de reconstrucción que Gastman había realizado a Katie durante los dos años anteriores. Los residentes también se arremolinaron en torno a esta segunda mesa de operaciones. Pasaban las horas. Los monitores emitían pitidos estables. Los cirujanos hablaban en voz baja mientras trabajaban. Los enfermeros trabajaban sin descanso, tendiendo instrumentos, vigilando pantallas.
En el quirófano 19 eran las 00:11 horas, el inicio del día siguiente, cuando Papay y el equipo seccionaron el último vaso sanguíneo y separaron la cara de la donante.
Con ella sobre la bandeja, Papay se dirigió al quirófano 20, donde la colocaron sobre Katie. Inmediatamente empezaron a ligar los vasos sanguíneos. Cuando terminaron con la parte izquierda y despinzaron los vasos de Katie, la sangre irrigó su cara, que se sonrosó. Cuando concluyeron con la otra mitad y despinzaron, la cara entera adquirió un perfecto tono rosado. «Casi todos los cirujanos soltamos para nuestros adentros un gran suspiro de alivio», recordaba Gastman.
Habían implantado la cara empezando desde el cuello y avanzando hacia la frente, invirtiendo los pasos dados para la extirpación. Comenzaron con los huesos de la donante, uniéndolos a los de Katie con tornillos y placas de osteointegración. A continuación se dispusieron a conectar los nervios, haces de fibras rodeados por una vaina. Los microcirujanos entrenados expresamente para esa labor cosieron los extremos de las vainas con suturas del diámetro de un cabello, poniendo todo el cuidado para no dañar las finísimas fibras del interior. «Después de eso los nervios se conectan, como si se besasen», explicó Papay.
Suturaron únicamente los nervios motores y dejaron que los sensitivos se conectasen solos. En su primer trasplante facial no habían conectado el quinto par craneal, el principal nervio sensitivo de la cara y la cabeza, y a pesar de ello la paciente había recobrado una gran parte de su función sensitiva. Fue una sorpresa que los desconcertó. «No tenemos ni la más remota idea de cómo ocurre», me confesó Papay. Aun en medio de tanta precisión médica sigue habiendo incógnitas.

Todo salió bien

Poco después del amanecer, Papay y Gastman salieron del quirófano 20 para hablar con Robb y Alesia, que llevaban despiertos 24 horas, o más, de espera y preocupación. Todo estaba saliendo bien, les aseguró Gastman, pero existía una discrepancia de dimensiones entre ambas caras. Había que tomar una decisión crítica.
A lo largo de meses de diálogo y ensayos quirúrgicos en el laboratorio de anatomía patológica del hospital, el equipo había decidido hacer solo un trasplante facial parcial. Arreglarían exclusivamente el boquete triangular del centro de la cara: pondrían a Katie nariz, boca, dentadura y barbilla, además del hueso infraorbitario y la mayor parte de los maxilares.
Habían decidido no tocar las mejillas, casi nada de la frente, las cejas, los párpados y los laterales de la cara. Querían mantener la mayor superficie posible del rostro original, preservar las facciones «que hacen que Katie siga pareciendo Katie», en palabras de Gastman, y reducir el riesgo de rechazo al minimizar el trasplante de piel, la parte más antigénica del cuerpo.

Pero cuando colocaron sobre Katie la cara de la donante, constataron que el triángulo no encajaba. Katie tenía la cabeza más pequeña, y el tejido de cicatrización ocupaba espacio. No cabían todos los músculos y vasos sanguíneos. La donante tenía además un tono de piel más oscuro, una diferencia que restaría discreción al resultado final del trasplante.
Los cirujanos debatieron la cuestión. La mayor parte del equipo opinaba que deberían implantar la cara entera. Estaba claro que el resultado sería mucho más estético.

Una minoría adujo que implantar más tejidos y piel implicaría unas dosis más elevadas de la fortísima medicación antirrechazo que Katie debería tomar durante toda su vida. Y lo que era peor, en caso de sufrir un rechazo tan agudo que obligase a desimplantarle la cara, no tendría tejido suficiente en el cuerpo para llevar a cabo una cirugía reconstructiva.
Gastman y Papay explicaron las opciones a Robb y Alesia durante esa primera visita y varias más a medida que la mañana se convertía en la tarde y la operación seguía en marcha. Mostraron a los padres las fotos que habían tomado con sus propios móviles de la cara entera colocada sobre Katie. No les desvelaron que Gastman era partidario del trasplante total porque Katie era una mujer joven preocupada por su aspecto, mientras que Papay quería usar la menor superficie de piel donante posible para minimizar los riesgos y mantener la funcionalidad que aún conservaba.

Una decisión difícil

En la cuarta reunión, cuando los médicos repasaban los pros y contras de cada opción, Alesia empezó a ponerse tensa. Se revolvía en su asiento continuamente, retorciendo los brazos y los dedos, cruzando y descruzando las piernas. Es menuda, pero rebosa energía, y aunque lleva el agotamiento y la preocupación grabados en la cara, sigue percibiéndose en ella su belleza natural, una belleza que habían heredado sus dos hijas.
«La decisión que tomen será la correcta –dijo Gastman a los padres–. Aunque siempre les quedará el “¿y si…?”. Así que, en mi opinión, lo mejor es que se pregunten qué creen ustedes que desea ella, qué alternativa la haría más feliz».
Tras una larga pausa, Robb murmuró: «Yo creo que querría el total, el trasplante total». Alesia pareció sorprendida; luego, como si estuviese a punto de echarse a llorar.
Se revolvió aún más en la silla. Tenía ganas de exclamar: «No, no, no. Este es su campo, decidan ustedes. Claro que no quiero que Katie muera, ni que tenga más probabilidades de morirse, pero ella lo que desea es encajar en este mundo, lo que quiere es poder salir de casa y participar en él».
Gastman y Papay anunciaron que iban a darles otra media hora para pensárselo. Cuando ya se iban, Alesia se dirigió a Gastman y dijo: «¿Usted qué cree? ¿Qué le dice su instinto?».
«Como ya dije, creo que las dos opciones pueden resultar correctas», respondió con ecuanimidad.
«¿Y las dos pueden resultar incorrectas?», le preguntó ella.
Cuando los médicos los dejaron solos, Robb y Alesia imaginaron qué diría Katie si se despertaba y se encontraba con el trasplante parcial, con cicatrices más visibles y el tono de piel desigual. «Diría: “O sea, ¿que había la posibilidad de darme mejor aspecto y vosotros decidisteis que no?”», dijo el padre. Y la madre recordó algo que le había dicho su hija: «Quiero salir de casa y ser una cara más en la que nadie se fije».

Tenían la respuesta

A las 15:00 horas, 31 después de que se iniciara la intervención de la donante, los cirujanos terminaron de suturar la capa superior de la piel de Katie: estaba implantado el rostro completo. Enfermeros, residentes, médicos y demás personal aplaudieron. La cara, ya de Katie, había perdido aquella expresión pasmada, atónita. Se veía serena.
Gastman fue a comunicar a la familia que la operación había sido un éxito. Les dijo que se iba a casa a darse una ducha, besar a sus hijas y llorar un poco.
Cuando los padres y el hermano de Katie acudieron a verla en la unidad de cuidados intensivos, se quedaron unos minutos en silencio junto a su cama, observando su nuevo rostro. A Robb, que había visto las fotos tomadas por Gastman, no lo cogía por sorpresa. Robert comentó que su hermana pequeña tenía un nuevo rasgo, un hoyuelo en la barbilla. «Como Kirk Douglas», exclamó su padre. Alesia acarició el brazo de Katie y pensó: «Tuviste una cara hasta los 18 años. Otra de los 18 a los 21. Ahora tienes esta». Intentó vislumbrar a Katie en ella, pero no lo logró. Anhelaba ver a su hija.

¿Sigues estando ahí detrás, hija mía?

Una mañana, cuando Katie todavía seguía ingresada, Alesia se despertó y se sintió rara. No sabía muy bien qué pensar del trasplante. Era desconcertante: cuando miraba a Katie, sabía que estaba viendo la cara de otra persona. ¿Seguía estando su hija allí detrás?
«¿Y si resulta que ahora tiene otra personalidad? –le preguntó a su marido–. Sería espantoso. Yo quiero a Katie como es».

Pero no es de extrañar que a veces lo pareciese. En la abarrotada habitación de la UCI, conectada al respirador, con una vía y aparatos que pitaban constantemente, Katie parecía el sujeto de experimento que efectivamente era. También había un aire mayestático en su reposo sereno, una impresión que reforzaba la tiara de suturas dentadas que recorría su cráneo rasurado y la cantidad de enfermeros, residentes y médicos que se ocupaban de ella cual circunspectos cortesanos.
Unas dos semanas después de que Katie saliera del quirófano, una fisioterapeuta la bajó de la cama y la puso a pasear por los pasillos. Aunque se moviese, durante casi todo el mes de mayo se sintió como dormida, o como en una película, vagamente consciente de que había gente que entraba y salía, pero nunca totalmente alerta.

Primeras sensaciones

La primera vez que fue consciente de estar tocándose la cara se la notó muy hinchada y redonda. Papay le había dicho que tenía una nariz preciosa, parecida a la de su madre. A ella le preguntó si su nueva cara era lo bastante estética para que la gente dejase de mirarla como si fuese un bicho raro.
Los días de ingreso hospitalario se le hicieron, como siempre, muy largos. Tenía días malos y días horribles; a veces el dolor era insoportable. Alimentada por sonda, se quejaba y a veces lloraba de hambre. No podía hablar en absoluto, así que Alesia le llevó una pizarrita y un rotulador. Ella garabateaba: «puré de patatas», «os quiero», «me duele». Con ella estaba permanentemente uno de sus padres, y muchas veces ambos a la vez.
El rechazo crónico será siempre un riesgo para Katie, pero en los casi tres meses que pasó en el hospital no sufrió ningún episodio de rechazo inicial agudo. Durante el año y medio siguiente tendría que pasar por otras tres operaciones importantes. Primero los médicos le despejarían los senos nasales e insertarían implantes de malla de titanio debajo de los ojos para elevarlos y llevarlos hacia delante en las órbitas. En segundo lugar retirarían parte de la piel y el tejido sobrantes que habían dejado por si se producía rechazo, una intervención que Gastman comparaba con un estiramiento facial. Con la tercera operación le acortarían el maxilar inferior, le adelantarían la lengua y le colocarían un implante en el paladar, con el que esperaban que hablase más claramente.
«Todas esas fotos que habéis visto de personas que se han sometido a un trasplante facial y tienen tan buen aspecto, recordad, todas ellas se hicieron después de varias operaciones de retoque –explicó Gastman a la familia en una de sus frecuentes visitas–. Lleva su tiempo».

Alesia, riéndose, se inclinó y le susurró algo. «¡Ajajá, se ha puesto colorado, doctor Gastman!», dijo Katie. Él se azoró doblemente.

Curación activa

Tendemos a pensar en la curación como una actividad pasiva, algo que se produce mientras estamos en la cama viendo en la tele programas infumables y esperando a que el sistema inmunitario obre su magia silenciosa. Cuando el 1 de agosto de 2017 Katie recibió el alta hospitalaria, el reposo se acabó. «Hasta nuevo aviso, eres una paciente profesional», le dijo Gastman.
Cuando Katie regresó a la casa del Big Mac, todos compartían la sensación de haber recobrado la libertad. Pero no eran libres. Alesia y Robb pasaron a ser sus enfermeros, día y noche. La lista de medicamentos que debían administrarle a diario ocupaba dos páginas y media. La farmacéutica que la revisó señaló dos veces el Prograf, el inmunosupresor. «Este es el más importante», dijo. El calendario gigante de la pared se llenó de citas y consultas. Fisioterapia dos veces por se-mana. Entrenador personal dos veces por semana. Terapia ocupacional una o dos veces por semana. Braille dos o tres veces por semana. Logopedia cuatro veces por semana.
El tema del habla resultó ser particularmente difícil. La boca de Katie era en su mayoría la de la donante. Solo conservaba la lengua y el paladar blando, y no funcionaban como debían. La lengua no le llegaba a los dientes. Antes del trasplante se le entendía bastante mal. Después, no se le entendía prácticamente nada. Sus padres le hacían de intérpretes, pero incluso ellos a veces tenían que adivinar lo que quería decir. El problema del paladar daba a su voz un marcado timbre nasal.

Casi el cien por cien de su musculatura facial original había sido reemplazada por la de la donante, y tenía que ejercitar esos músculos sin poder notar cómo se movían. Los nervios, que según Gastman crecerían a un ritmo de unos tres centímetros al mes y con el tiempo le permitirían recuperar las sensaciones y el control motor, tardarían al menos un año en regenerarse. Algo tan básico y automático como mantener la boca cerrada mientras no hablaba o comía no ocurría de manera natural; tenían que recordarle que la cerrase, y entonces ella se empujaba la barbilla hacia arriba con el dedo. Sonreír o fruncir los labios le exigía un es-fuerzo ímprobo y el resultado no era satisfactorio.
Aunque Katie estaba aprendiendo el sistema braille y acudía al Cleveland Sight Center para recibir formación como discapacitada visual, los Stubblefield se negaban a perder la esperanza de que recobrase la visión. Hablaban de las investigaciones del Centro Médico de la Universidad de Pittsburgh, donde un equipo financiado por el Departamento de Defensa espera estar en condiciones de trasplantar el globo ocular completo antes de 10 años. Y estaban emocionados con una de las predicciones del director del equipo de investigación: que probablemente los primeros receptores de ojos donados serían los trasplantados faciales.
Veían la cara de la donante todos los días, pero esa persona seguía siendo un misterio para los Stubblefield. Sabían su edad, pero no su nombre, ni cómo había fallecido, ni cómo había vivido. Katie pensaba muchas veces en ella y en su familia.

Donante anónima

Había sido la tercera donante aparecida mientras Katie estaba en lista de espera. En dos ocasiones anteriores el hospital había encontrado una donante y avisado a los Stubblefield, pero ninguna de las dos había sido compatible. Los pacientes que esperan un órgano interno tienen una lista limitada de requisitos de compatibilidad: tamaño, grupo sanguíneo y, para algunos órganos, tipo de tejido. En el caso de la cara tiene que coincidir el sexo, el tono de la piel ha de ser parecido y la edad debe aproximarse razonablemente. Todo eso, sumado a la necesidad de que la donante esté relativamente cerca, reduce las posibilidades. Que Katie fuese tan joven lo complicaba aún más.
En Estados Unidos hay más de 120.000 pacientes en la lista de espera de trasplantes, pero los órganos no abundan. La media de pacientes que mueren sin llegar a recibirlo ronda los 20 al día. La cara se añadió a la lista de órganos del sistema nacional de trasplantes en 2014; el tiempo de espera es impredecible. La masa de candidatos es mínima, y la familia del potencial donante debe dar permiso expreso para que se utilice su rostro, aun cuando el fallecido estuviese ya inscrito como donante de órganos.
Los médicos de Katie habían dicho que probablemente la donante sería una mujer fallecida por una sobredosis de drogas, dada la epidemia de opiáceos que se está cebando con especial crudeza en Ohio. A nivel nacional esta epidemia ha propiciado un aumento de los órganos disponibles: un estudio reciente mostraba que la cifra de donantes muertos por sobredosis se multiplicó por más de diez entre los años 2000 y 2016. Al final la donante de Katie sí resultó haber muerto de una sobredosis, pero no de opiáceos, sino de cocaína.
Lifebanc, la organización de obtención de órganos de la región, trata como confidencial la información sobre donantes y receptores; ni siquiera la comparte entre ellos. Si una de las partes remite una carta solicitando contactar con la otra, Lifebanc la entrega. La otra parte decide si desea o no responder. Una vez habilitado el contacto, las dos partes deben acordar conocerse.
Por medio de esas cartas los Stubblefield supieron que Katie tenía la cara de Adrea Schneider y que su abuela, Sandra Bennington, estaba deseando conocerlos. Un domingo por la mañana del mes de enero Katie y sus padres se vieron con Sandra por primera vez. Sandra estaba nerviosa. Llegó, transportando la botella de oxígeno que exige su enfermedad pulmonar, y entró en la sala de estar, donde Katie la aguardaba sola en el sofá. Katie también estaba nerviosa. Estrenaba vestido y se había puesto unas modernas gafas de sol para ocultar los ojos, todavía desfigurados.
Sandra ya había visto una foto de Katie, tomada cuando salía del quirófano y todavía se parecía mucho más a Adrea. Pensar en ella y en su recuperación la ayudaba a superar su pena.
Los receptores de un trasplante facial experimentan una metamorfosis a medida que van sanando y la cara se adapta a la estructura de base. La cara nueva se convierte en una matriz, en palabras de Papay; no es ni la del donante ni la del receptor, sino una mezcla de ambas. Katie ya no se parecía a Adrea.

Conociendo a la abuela de la donante

Sandra se sentó junto a Katie y le cogió la mano. «Qué contenta estoy de conocerte –le dijo–. Estás preciosa». Katie respondió: «Gracias por el regalo increíble que nos ha hecho». Sandra se inclinó hacia ella, pues no la entendía, y Alesia se lo repitió.
Adrea estaba inscrita como donante de órganos, pero cuando Lifebanc le propuso la donación facial, Sandra no sabía qué hacer. «Adrea quería que alguien recibiese sus órganos –dijo a Katie y a sus padres–. ¿Por qué no también la cara? Así que esa fue mi respuesta. Y doy gracias por ello».
Robb y Alesia se sentaron con ellas en el sofá y Sandra les habló un poco de Adrea. No les explicó lo dura que había sido su vida desde el día en que nació, con drogas en el organismo, de una madre adicta. No les dijo que ella la había criado desde los cuatro años y que la había adoptado a los 11, ni que la madre había muerto cuando tenía 13. En vez de eso les contó que a Adrea le encantaban los caballos, los perros y los niños. Les habló de su hijo, que tenía 15 años cuando ella murió. Él no sabía lo del trasplante de cara, dijo. No sabía cómo explicarle que el rostro de su madre estaba en otra persona.
Cuando Sandra vio cómo se desvivían Robb y Alesia por Katie, pensó en Adrea, que había tenido sus problemas, pero también era buena persona. Pensó que si su nieta hubiese conocido a Katie, le habría entusiasmado saber que la había ayudado. Pero también –y siempre se le saltaban las lágrimas con aquel pensamiento– que Adrea habría deseado ser Katie, para poder tener unos padres y unos hermanos que la quisiesen tanto.
 a miró más de cerca. Veía algo de Adrea en el hoyuelo de la barbilla y en la nariz, igual que Alesia decía que de vez en cuando vislumbraba un fugaz aire de Katie cuando sonreía.
Sandra observó la boca de Adrea, que ya era la de Katie. Miró sus labios. Vio que estaban resecos, y sintió el vivo deseo de curárselos.

Un conejillo de indias sobre trasplantes de caras

Katie será hasta el fin de sus días un experimento sobre la longevidad de las caras trasplantadas. La medicina avanza a gran velocidad, y ni siquiera sus médicos pueden predecir qué nos deparará el futuro. Siemionow, con una financiación militar de 2,8 millones de dólares, está investigando una alternativa a los fármacos inmunosupresores. Confía dar con lo que muchos científicos llaman el Santo Grial, una célula quimérica, parte donante y parte receptora, que inste al sistema inmunitario a aceptar el tejido nuevo como propio y permita prescindir de la medicación antirrechazo.
14 meses después del trasplante, los médicos de Katie le habían practicado las tres operaciones sustanciales de retoque. Es probable que vuelvan a intervenirla para afinarle la cara, reducirle las cicatrices y mejorarle los párpados.
Papay dijo estar contento de cómo Katie se ha adaptado a su nueva cara, y de la calidad de su nueva piel. «Estoy feliz de que no haya sufrido rechazos –me confesó–, pero nada satisfecho con las órbitas. Esperábamos mejorarle la visión. Y estéticamente podríamos aspirar a más en cuanto a la posición de los ojos». Gastman estaba de acuerdo. «A todos nos gusta su nariz; sus labios son bonitos. Hay cosas que sabemos mejorarán cuando operemos, como la reducción de mandíbula. Pero en otros aspectos no podemos hacer mucho más. Sus lesiones tal vez sean las peores de todos los trasplantes faciales del mundo. No es seguro que consigamos movimiento en todos los músculos. La lengua no funciona bien porque perdió gran parte del músculo y los nervios».
Katie planea retomar su vida donde la dejó, estudiar en la universidad, a distancia al principio, y quizá trabajar como terapeuta. «Me ha ayudado tantísima gente que ahora quiero ayudar yo a los demás», dijo. Su ilusión es hablar a adolescentes sobre el suicidio y el valor de la vida. Por ahora está concentrada en recuperarse.
«Aún no he pasado a la otra fase», le dijo hace poco a su madre, quien le respondió: «Ay, cariño, tu historia todavía no ha terminado».
FUENTE:  https://www.nationalgeographic.com.es/mundo-ng/nueva-cara-katie-trasplante-facial-historico_13042/25

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