, noviembre de 2015
Prashant Mandal enciende una lámpara led del tamaño de una tableta de chocolate en la choza en la que vive con su mujer y sus cuatro hijos. Al instante, tonalidades amarillo canario y azul marino –reflejo de las lonas de plástico que hacen las veces de techumbre y de paredes de la casa familiar– inundan el angosto espacio en el que duermen.
«Mi vida es triste, pero lucharé para salir adelante –dice, tocándose el raído turbante anaranjado–. Y con esta luz obtenida con energía solar puedo tener el negocio abierto por las noches.»
Mandal, que construyó su vivienda ilegalmente en un terreno público en los límites de una reserva de tigres, no es más que una pieza minúscula de una innovadora maquinaria económica en ciernes, engranada por cientos de empresas que venden pequeñas unidades de energía solar fotovoltaicas a clientes de países en vías de desarrollo a quienes no llega el tendido eléctrico pero cuyas necesidades energéticas van en aumento. En el mundo hay aproximadamente 1.100 millones de personas sin acceso a la electricidad, y una cuarta parte de esa cifra corresponde a la India, donde gente como Mandal se ha visto condenada a recurrir al nocivo queroseno o a aparatosas baterías con frecuentes fugas de ácido.
La unidad fotovoltaica de Mandal alimenta dos lámparas led y un ventilador, y obtiene la energía de una placa solar de 40 vatios. La luz solar incide sobre la placa y carga una miniestación eléctrica de color naranja durante unas diez horas. Mandal alquila el equipo a Simpa Networks, que ofrece planes de abono adaptados al presupuesto de los consumidores de rentas más bajas. Así y todo, el equivalente a unos 30 céntimos diarios es un gasto enorme para Mandal, que mantiene a su familia con menos de dos euros al día. La comida cuesta dinero, al igual que los libros de texto, las medicinas y el té. El año pasado enfermó su hijo mediano, de 15 años, y la factura del hospital cargó a la familia con una deuda que supera los 3.500 euros.
No obstante, Mandal prefiere gastar el 20 % de sus ingresos en los servicios de Simpa que vivir gran parte de su vida en una oscuridad absoluta. «Antes gastaba lo mismo en recargar la batería –dice–. Y tenía que andar un kilómetro de ida y otro de vuelta para cargarla. A veces se vertía el ácido y me quemaba. Todo por tener luz.»
La lucha de Mandal se repite en las aldeas de Myanmar y de África, donde empresas privadas venden equipos y paneles fotovoltaicos a la población y construyen parques de energía solar. La Agencia Internacional de la Energía calcula que 621 millones de habitantes del África subsahariana carecen de electricidad. El insuficiente tendido eléctrico de la India explica que solo el 37 % de los casi 200 millones de personas que como Mandal viven en Uttar Pradesh usen electricidad como primera fuente de iluminación, según el censo de 2011. Simpa calcula que 20 millones de hogares del estado indio dependen principalmente del queroseno subvencionado. En los pequeños pueblos agrícolas los teléfonos móviles se cargan con baterías de tractor; cada verano, cuando las temperaturas pueden llegar a los 46 grados, se registran cientos de muertes causadas por golpes de calor, y el hollín negro y pegajoso del queroseno deteriora los pulmones. Los vecinos de Mandal que disponen de electricidad dicen que solo funciona dos o tres horas al día, con apagones que las autoridades no anuncian. De todos modos, para Mandal es inviable obtener otra energía que no sea la solar, por la naturaleza improvisada de su vivienda.
El director general de Simpa, Paul Needham, que antes trabajaba en el departamento de publicidad de Microsoft en el estado de Washington, lleva en la India una vida privilegiada. En su casa tiene agua corriente, suministro eléctrico prácticamente regular y wifi. Este canadiense se instaló en la India en 2012 con la esperanza de contribuir a reducir el abismo que separa a personas como él de Mandal. «La India es en muchos sentidos una sociedad dividida. Tras décadas de rápido desarrollo, las áreas rurales como esta siguen sin dar alcance a las grandes ciudades –afirma–. Nuestros clientes no pueden esperar a que se construya una red eléctrica mejor. Necesitan energía ahora mismo.»
Needham explica que se le ocurrió la idea de fundar su empresa cuando en 2010 se entrevistó en Tanzania con integrantes de una organización en favor de los derechos de la mujer. Vio cómo cargaban los móviles usando la placa solar de una vecina a cambio de dinero. «Se me ocurrió que podría tener posibilidades como modelo de negocio –dice–. La venta de energía solar.»
Años antes de que empresas como Simpa empezasen a ofrecer sus servicios a clientes como Mandal, en los mercados rurales de la India ya había quien vivía de vender energía solar. En puestos del tamaño de un armario, los vendedores exhiben unidades fotovoltaicas —con finos cables rojos y azules conectables a bombillas, teléfonos móviles o ventiladores— mientras se refrescan con un ventilador. Estas unidades solares, etiquetadas falsamente con marcas como Rolex, Gucci y Mercedes, cuestan entre 2,5 y 3,5 euros, mucho menos de lo que Mandal abona a Simpa cada mes. El problema de esos modelos, según Needham y otros representantes del floreciente sector de servicios y productos fotovoltaicos de la India, es que son de muy mala calidad y suelen fallar.
Julian Marshall, profesor de ingeniería medioambiental de la Universidad de Minnesota, explica que el sector tiene enormes posibilidades de crecer y mejorar las condiciones de vida en los países en desarrollo. Marshall analiza la contaminación del aire dentro de los hogares, tanto de los que están conectados a la red eléctrica como de los que no, para investigar los perjuicios sanitarios del queroseno y de otras fuentes de energía sucia. En toda la India, la suma de las emanaciones de las lámparas de queroseno domésticas y del hollín emitido por las plantas termoeléctricas de carbón causan infartos y daños pulmonares en buena parte de la población. Marshall reconoce a media docena de empresas termoeléctricas, entre ellas Simpa, el mérito de adoptar un enfoque innovador para vender sus servicios en la India rural. «El cliente decide adquirir esos servicios principalmente por motivos financieros –dice–, pero también existen beneficios sanitarios y medioambientales para la comunidad.»
La posibilidad de escapar del calor abrasador de la India quizá sea el mayor incentivo de los sistemas solares. Shiv Kumar, un jornalero de 20 años de Madhotanda, se gana la vida juntando heno para los agricultores por 2,25 euros al día. Cuando escasea el alimento, acepta cobrar en raciones de cereal. La vivienda que comparte con su padre y su hermano es de cemento, con dos habitaciones minúsculas mal ventiladas. Cuando un comercial de Simpa le enseñó cómo funcionaba el kit solar, se quedó prendado del ventilador. «La lámpara de queroseno daba una luz floja y amarillenta que me deprimía –dice, refrescándose delante de las aspas–, pero en mi vida he visto un ventilador mejor que este.»
Neel Shah, product manager de Simpa, puede dar fe de que los problemas de llevar servicios fotovoltaicos a las zonas rurales suelen ir más allá del precio. Una vez fue agredido por pasajeros del tren en el que viajaba. En otra ocasión unos vecinos del distrito de Mathura le advirtieron de que esa noche se iba a producir un saqueo de las viviendas a manos de una banda conocida por vestir solo ropa interior y engrasarse el cuerpo con aceite para evitar ser capturados. Uttar Pradesh, el estado más poblado de la India (con un 40 % más de población que Rusia), es también el más caótico. Las bandas organizadas y la delincuencia violenta son endémicas, como también lo son los cargos electos con antecedentes policiales.
«El negocio de la energía solar puede ser muy frustrante, pero clientes como Mandal hacen que valga la pena –dice Shah, quien conoció a Mandal hace unos meses, cuando este telefoneó a Simpa para expresar su admiración–. Queremos ver a un millón de personas como él con luz.»
Mientras tanto, en Madhotanda, dentro de la tienda en la que despacha tés, Mandal vuelve a montar la unidad fotovoltaica y cuelga la lámpara. Remueve el té que hierve en una olla de metal calentada al fuego, sin clientes en el insoportable calor vespertino. Al atardecer, cuando refresque, llegarán algunos transeúntes.
A Mandal le gustaría alquilar una segunda unidad solar para que sus hijos tengan un lugar de estudio más recogido, pero por ahora su prioridad es que el negocio prospere, una meta que cree alcanzable con ayuda de la energía solar.
«Cuando los clientes vean las luces –dice–, seguro que entran.»
A Mandal le gustaría alquilar una segunda unidad solar para que sus hijos tengan un lugar de estudio más recogido, pero por ahora su prioridad es que el negocio prospere, una meta que cree alcanzable con ayuda de la energía solar.
«Cuando los clientes vean las luces –dice–, seguro que entran.»
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