Y así entramos aSudáfrica, felices también de saber que estábamos cerca de cumplir con nuestros retos y promesas. Los sueños son más intensos cuando se cumplen. Nuestro coche cruzaba por las desérticas y bellísimas carreteras del norte de Sudáfrica. Nos dirigíamos al Parque Kgalagadi (parte del Kalahari). Me apasiona este lugar en el que estuve dos veces ya. Es un desierto con animales. Son dunas rojas moteadas con jirafas, oryx, ñus, leones y guepardos. No hay agua, no hay lagos ni ríos, hay arena, acacias y vida salvaje huyendo del sol.
Barbacoa de estrellas
A la mañana siguiente nos fuimos a la ciudad de Uppington donde ahora hay banderas de España por todos lados y dicen 'muchas gracias' en los tickets de los restaurantes debido a una colonia de españoles que allí se ha instalado por causa de las energías renovables. De allí nos fuimos a las Augrabie Falls. Y esas cataratas, a las que no va nadie, son hoy aún más bonitas que como las sujetaba mi recuerdo. El agua del río Orange se desploma por una brecha de piedra entre una soledad íntima. Estás allí solo, contemplando un desierto hecho añicos por el sol y el agua. Aquella noche hicimos una barbacoa y ahumamos millones de estrellas.
Y luego decidimos romper por última vez los planes ya hechos. Y comenzamos a descender pensando en desviarnos a la ruta 62, o parar en Clanwilliam o hacerlo en Calvinia, pero no detuvimos nunca el coche en aquella carretera de tierra rojiza y prados amarillos durante cientos de kilómetros hasta que de pronto apareció la Ciudad Madre ante nosotros.
Era de noche, hacía frío y todo lo tapaba una cierta niebla: No se escuchaba nada, no había viento y llovía ligeramente. Era invierno en Ciudad del Cabo. Ese invierno que encoge la ciudad entre el mar y la montaña. Un invierno no africano que nos recordaba nuestro inicio de la aventura cuando en Guadalajara nevaba sobre nuestras cabezas. Ese invierno susurraba el principio y el fin.
Bebiendo el final
Comimos y bebimos aquella noche para celebrar el ya casi final, aunque nos quedaba un último lugar al que ir. A la mañana siguiente amaneció con esa lentitud con la que amanece a la orilla de laTable Mountain. Y cuando salió la luz entendí que todo estaba más bello y más cuidado que cuando de aquí me marché. Y nos fuimos a recorrer la península del Cabo, hacia el Cabo de Buena Esperanza, e hicimos una de las carreteras de mar más bellas que se pueden hacer en el planeta subiendo por Chapman's Peak.
Y el cabo de Buena Esperanza estaba tan turístico como siempre y cumplimos con los rituales de ser una expedición también portuguesa y rendimos honor a tanto loco luso que se atrevió aquí a venir antes que nadie (al menos, que nadie de nuestro entorno). Y de allí nos fuimos a comer a Boulders Becah, la playa donde los pingüinos viven libres entre rocas y humanos.
¿Y qué quedaba? Quedaba llegar hasta Cape Agulhas, final del viaje y el punto más al sur de África, el lugar donde se juntan el Atlántico y el Índico. Y nos fuimos hasta allí despacio, sin prisa por acabar nada, disfrutando de conversaciones en las que repasamos tantas memorias acumuladas en 25.000 kilómetros. Y de pronto vimos un faro y una flecha que indicaba un camino estrecho de piedra. Y paramos nuestro coche, y bajamos, y andamos con cuidado sin hablarnos para no molestar nuestras íntimas emociones.
Y el mar batía fuerte las rocas y en el centro había un monolito que indicaba que tras él no había más tierra posible, que allí se juntaban dos colosos de agua. Y Víctor y yo lo miramos, y nos dimos un fuerte abrazo y entendimos que aquello era el fin
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