Por Robert Draper
Cuando aquellas 7.000 personas lo ven por primera vez sobre el escenario, él aún no es papa, pero, al igual que una crisálida, ese hombre encierra algo asombroso en su interior. En el estadio Luna Park del centro de Buenos Aires se han congregado cristianos católicos y evangélicos para un acto ecuménico.
Empieza hablando suavemente, pero con firmeza. Directo, no lee ninguna chuleta. El arzobispo no hace mención a aquellos tiempos en los que él, como muchos curas católicos latinoamericanos, se refería despectivamente al movimiento evangélico como una escuela de samba, un fenómeno poco serio. Por el contrario, el argentino con más poder en la Iglesia católica, que afirma ser la única iglesia cristiana verdadera, dice que tales distinciones no importan a ojos de Dios. «Qué lindo ver que los hermanos estén unidos, que los hermanos oren juntos –exclama–. Qué lindo ver que nadie negocia su historia en el camino de la fe. Que somos diversos pero queremos ser, y ya empezamos a ser, una diversidad reconciliada.»
Con los brazos abiertos, el rostro encendido repentinamente y la voz apasionada, le pide a Dios: «Padre, estamos divididos. ¡Uninos!».
Quienes conocen al arzobispo se quedan estupefactos, pues su semblante de expresión implacable le ha valido apodos como «Mona Lisa» o «Carucha» (por sus mofletes de bulldog). Pero lo que también quedará para el recuerdo de aquel día sucede nada más terminar el discurso. Se arrodilla lentamente y ruega a los presentes que recen por él. Tras una pausa motivada por la sorpresa, el público, guiado por un pastor evangélico, reza por él. La imagen del arzobispo arrodillado entre personas de rango inferior, en una postura suplicante, a la vez humilde y asombrosa, ocupará las portadas de los medios argentinos.
Entre las publicaciones que incluyen la foto está Cabildo, una revista que se considera la voz del catolicismo argentino ultraconservador. El titular es explosivo: apóstata. El cardenal traiciona su fe.Este cardenal es Jorge Mario Bergoglio, el futuro papa Francisco.
Tengo que empezar a hacer cambios desde ya», comentó Francisco a media docena de amigos suyos argentinos apenas dos meses después de que los 115 cardenales del cónclave lo elevaran desde un relativo anonimato hasta el papado. Para muchos observadores –unos encantados, otros desconcertados– el nuevo Pontífice parecía haberlo cambiado todo ya, y de la noche a la mañana. Era el primer papa latinoamericano, el primer papa jesuita, el primero en más de mil años que no había nacido en Europa y el primero en adoptar como nombre pontifical el de Francisco, en honor a san Francisco de Asís, defensor de los pobres. Tras su elección el 13 de marzo de 2013, el nuevo líder de la Iglesia católica apareció en un balcón de la basílica de San Pedro vestido completamente de blanco pero sin la tradicional muceta roja sobre los hombros ni la estola roja bordada en oro alrededor del cuello. Saludó a la enfervorecida multitud con emocionante sencillez: «Fratelli e sorelle, buona sera» (Hermanos y hermanas, buenas noches). Y acabó con una petición que muchos argentinos ya conocían como su sello personal: «Recen por mí». Al marcharse, pasó de largo ante la limusina que lo esperaba y se subió al autocar que llevaba a los cardenales que acababan de elegirlo como su superior.
A la mañana siguiente el papa pagó la cuenta en el hotel donde se había alojado. Renunciando a los aposentos papales del Palacio Apostólico, se decantó por una vivienda de dos dormitorios en la Casa de Santa Marta, la residencia para invitados del Vaticano. En su primera comparecencia ante la prensa internacional declaró su principal ambición: «Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres». Y en vez de celebrar la misa vespertina de Jueves Santo (en conmemoración de la Última Cena) en una basílica y realizar el lavatorio de pies con sacerdotes, como es tradición, decidió ir a predicar a un centro penitenciario para menores, en donde lavó los pies a 12 reclusos –mujeres y musulmanes incluidos–, la primera vez que un papa hacía algo así. Todo aquello sucedió durante su primer mes como obispo de Roma.
Sin embargo, los amigos argentinos del nuevo Pontífice sabían a qué se refería con «cambios». Aunque el más insignificante de sus gestos tenía un gran significado, el hombre que ellos conocían no se contentaba con acciones simbólicas. Él era un porteño práctico y astuto. Quería que la Iglesia católica dejara huella en las vidas de las personas, que fuese –como solía decir– un hospital de campaña que acogiera a todos los heridos independientemente del bando en el que lucharan. Y según el rabino Abraham Skorka, argentino y amigo suyo, podía ser muy obstinado en el cumplimiento de sus objetivos.
Aunque para el mundo el papa Francisco pudiera parecer un meteoro caído del cielo, en su país era una figura religiosa muy conocida y a veces polémica. Hijo de un contable cuya familia había emigrado desde el Piamonte italiano, Bergoglio destacó desde el momento en el que entró en el seminario en 1956, con 20 años, tras haber trabajado como técnico de laboratorio y, brevemente, como portero de un local nocturno. Poco después eligió la Compañía de Jesús, muy exigente intelectualmente, como camino para alcanzar el sacerdocio. Cuando era alumno del Colegio Máximo de San José en 1963, poseía «un elevado discernimiento espiritual y talento político», según uno de sus profesores, el padre Juan Carlos Scannone. Tanto, que acabó siendo consejero espiritual de alumnos y de docentes. Daba clase a alumnos indisciplinados, lavaba los pies a los reclusos, estudiaba en el extranjero. Llegó a ser rector del Colegio Máximo y se convirtió en un asiduo de las villas miseria de todo Buenos Aires. También fue escalando en la jerarquía jesuita a la vez que navegaba por las turbias aguas políticas de una época en que la Iglesia católica entabló tensas relaciones con Juan Domingo Perón primero y con la dictadura militar después. Cayó en desgracia con sus superiores jesuitas, hasta que un cardenal lo rescató del ostracismo y lo nombraron obispo en 1992, arzobispo en 1998 y cardenal en 2001.
De talante tímido, Bergoglio –quien se autodefine como un callejero– prefería la compañía de los pobres a la de los acomodados. Sus aficiones son pocas: literatura, fútbol, tango y ñoquis. Pese a su sencillez, aquel porteño era un urbanita, un agudo observador de la sociedad y, con sus modos tranquilos, un líder natural. También sabía cómo aprovechar el momento, como sucedió en 2004 cuando en un discurso ante el presidente de Argentina fustigó a los corruptos, o cuando en 2006 se postró de rodillas en el Luna Park. El padre Carlos Accaputo, fiel consejero desde que empezó a trabajar para Bergoglio en 1992, lo expresa así: «Dios lo ha preparado a lo largo de su ministerio pastoral para este momento».
Su elección como papa tampoco fue casualidad. En palabras del escritor romano Massimo Franco, «su elección surge de un trauma», de la repentina renuncia (la primera en casi seis siglos) del entonces Sumo Pontífice, Benedicto XVI, y del creciente sentimiento entre los cardenales más progresistas de que la arcaica y eurocéntrica mentalidad de la Santa Sede estaba pudriendo la Iglesia católica por dentro.
Aquella mañana, en el salón de su apartamento, el papa reconocía ante sus viejos amigos los formidables desafíos que tenía por delante: el caos financiero en el Instituto para las Obras de Religión (o Banco Vaticano), la codicia que ha corrompido el aparato administrativo de la Iglesia católica –la curia romana–, o la continua revelación de casos de curas pedófilos protegidos de la justicia por las autoridades eclesiásticas. Ante estos y otros asuntos Francisco pensaba actuar con rapidez, consciente de que, como explica el pastor pentecostal Norberto Saracco, presente aquel día, «se iba a ganar un montón de enemigos. Él no es un ingenuo, ¿sabe?».
Saracco recuerda su preocupación por la osadía del papa. «Jorge, sabemos que no llevas chaleco antibalas –le dijo–. Hay mucho loco por ahí suelto.» Francisco le respondió tranquilamente: «El Señor me ha puesto aquí. Tendrá que cuidar de mí». Aunque él no había pedido ser papa, en el momento en que su nombre se pronunció en el cónclave sintió una gran sensación de paz. Y a pesar de las animadversiones que probablemente se ganaría, tranquilizó a sus amigos: «Sigo sintiendo esa misma paz».
Lo que siente el Vaticano es otra historia.
Cuando Federico Wals, quien durante años fue jefe de prensa de Bergoglio, viajó de Buenos Aires a Roma el año pasado para ver al papa, visitó primero al padre Federico Lombardi, portavoz de la Santa Sede desde 2006 cuyo trabajo es esencialmente el mismo que el de Wals, solo que a una escala mucho mayor. «Bueno, padre –preguntó el argentino–, ¿qué le parece mi exjefe?». Tras esbozar una sonrisa, Lombardi respondió: «Estoy confuso».
Lombardi había sido el portavoz del papa Benedicto, de nombre secular Joseph Ratzinger, un hombre de precisión germánica. Después de cada reunión con algún líder mundial, el papa emérito le daba un resumen preciso e incisivo, me cuenta Lombardi con palpable nostalgia: «Era increíble. Benedicto era clarísimo. Te decía: “Hemos hablado de estas cosas, estoy de acuerdo en estos puntos, disiento de estos otros, el objetivo de nuestra próxima reunión será este”. Con un par de minutos sabía de qué habían hablado. Pero Francisco te dice: “Este es un hombre sabio, ha vivido tal o cual experiencia interesante”».
Sin poder evitar la risa, Lombardi añade: «Para Francisco, la diplomacia no es tanto una cuestión de estrategia como de decir: “He conocido a esta persona, ahora tenemos una relación personal, actuemos ahora por el bien de la gente y de la Iglesia”».
El portavoz del papa se explaya sobre el nuevo espíritu del Vaticano sentado en una pequeña sala de conferencias del edificio de Radio Vaticano, a un tiro de piedra del Tíber. Lombardi viste un traje arrugado, en consonancia con su rostro de desconcierto cansino. Ayer mismo, me cuenta, el papa acogió en la Casa de Santa Marta una reunión con 40 líderes judíos, y la Oficina de Prensa de la Santa Sede solo se enteró del acto cuando hubo terminado. «Nadie conoce la totalidad de lo que él hace –dice Lombardi–. Ni siquiera lo sabe su secretario personal. Yo tengo que ir llamando a todos: este sabe una parte de la agenda, y el otro conoce otra parte.»
El jefe de prensa del Vaticano se encoge de hombros y admite: «Así es la vida».
La vida era totalmente distinta con Benedicto, un erudito, un ser cerebral que siguió escribiendo sobre teología durante sus ocho años de pontificado, y también con Juan Pablo II, persona con formación teatral y gran políglota cuyo papado duró casi 27 años. Ambos fueron celosos guardianes de la ortodoxia papal. El espectáculo ofrecido por el nuevo Pontífice, con su reloj de plástico y sus aparatosos zapatos ortopédicos, y desayunando en la cafetería del Vaticano, ha sido difícil de aceptar para algunos. Lo mismo sucede con su sentido del humor, claramente informal. Tras recibir en la Casa de Santa Marta la visita de un viejo amigo, el arzobispo Claudio Maria Celli, Francisco insistió en acompañar a su invitado hasta el ascensor.
«¿A qué viene esto? –le preguntó Celli–. ¿Es para asegurarse de que me voy?»
Sin pensarlo dos veces, el papa respondió: «Y para asegurarme de que no se lleva nada».
Lombardi había sido el portavoz del papa Benedicto, de nombre secular Joseph Ratzinger, un hombre de precisión germánica. Después de cada reunión con algún líder mundial, el papa emérito le daba un resumen preciso e incisivo, me cuenta Lombardi con palpable nostalgia: «Era increíble. Benedicto era clarísimo. Te decía: “Hemos hablado de estas cosas, estoy de acuerdo en estos puntos, disiento de estos otros, el objetivo de nuestra próxima reunión será este”. Con un par de minutos sabía de qué habían hablado. Pero Francisco te dice: “Este es un hombre sabio, ha vivido tal o cual experiencia interesante”».
Sin poder evitar la risa, Lombardi añade: «Para Francisco, la diplomacia no es tanto una cuestión de estrategia como de decir: “He conocido a esta persona, ahora tenemos una relación personal, actuemos ahora por el bien de la gente y de la Iglesia”».
El portavoz del papa se explaya sobre el nuevo espíritu del Vaticano sentado en una pequeña sala de conferencias del edificio de Radio Vaticano, a un tiro de piedra del Tíber. Lombardi viste un traje arrugado, en consonancia con su rostro de desconcierto cansino. Ayer mismo, me cuenta, el papa acogió en la Casa de Santa Marta una reunión con 40 líderes judíos, y la Oficina de Prensa de la Santa Sede solo se enteró del acto cuando hubo terminado. «Nadie conoce la totalidad de lo que él hace –dice Lombardi–. Ni siquiera lo sabe su secretario personal. Yo tengo que ir llamando a todos: este sabe una parte de la agenda, y el otro conoce otra parte.»
El jefe de prensa del Vaticano se encoge de hombros y admite: «Así es la vida».
La vida era totalmente distinta con Benedicto, un erudito, un ser cerebral que siguió escribiendo sobre teología durante sus ocho años de pontificado, y también con Juan Pablo II, persona con formación teatral y gran políglota cuyo papado duró casi 27 años. Ambos fueron celosos guardianes de la ortodoxia papal. El espectáculo ofrecido por el nuevo Pontífice, con su reloj de plástico y sus aparatosos zapatos ortopédicos, y desayunando en la cafetería del Vaticano, ha sido difícil de aceptar para algunos. Lo mismo sucede con su sentido del humor, claramente informal. Tras recibir en la Casa de Santa Marta la visita de un viejo amigo, el arzobispo Claudio Maria Celli, Francisco insistió en acompañar a su invitado hasta el ascensor.
«¿A qué viene esto? –le preguntó Celli–. ¿Es para asegurarse de que me voy?»
Sin pensarlo dos veces, el papa respondió: «Y para asegurarme de que no se lleva nada».
Para intentar adivinar las idas y venidas de este nuevo papa de 78 años, lo más parecido a un secretario que las autoridades vaticanas tienen ha sido el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado de Francisco, diplomático veterano muy respetado y digno de la confianza de su jefe, porque, en opinión de Wals, «no es demasiado ambicioso, una cualidad fundamental para el papa». Además, Francisco ha recortado drásticamente los poderes del secretario de Estado, especialmente en lo relativo a las finanzas del Vaticano. «La estructura de la curia ya no está clara –dice Lombardi–. El proceso de cambio está en marcha y nadie sabe cuál será el resultado final. La Secretaría de Estado de la Santa Sede ya no está tan centralizada, y el papa mantiene muchas relaciones personalmente, sin mediación alguna.» Con el coraje necesario para hacer hincapié en esta mejora, el portavoz del Vaticano añade: «En parte, esto es positivo, porque antes se criticaba que tal o cual persona tenía demasiado poder sobre el papa. Ahora ya no».
Al igual que muchas otras instituciones, el Vaticano es reacio al cambio y desconfía de quienes puedan traerlo. Desde el siglo XVI, el epicentro del catolicismo ha sido esta ciudad-estado amurallada de 44,5 hectáreas enclavada dentro de Roma. La Ciudad del Vaticano es un imán que atrae a los turistas gracias a la Capilla Sixtina y a la basílica de San Pedro, además de un destino de peregrinación para los 1.200 millones de católicos de todo el planeta. Pero también es lo que su nombre indica: un Estado encerrado en una ciudad, con sus propios gestores municipales, policía, tribunales de justicia, bomberos, farmacia, servicio de correos, tienda de alimentación, periódico y equipo de críquet. Su prensa sigue la actualidad de la institución con la aguda mirada escéptica de cualquier reportero que cubre la información municipal. Sus fieles trabajadores no pagan impuestos sobre las ventas en la Ciudad del Vaticano. Su diplomacia, como todas las burocracias, premia con buenos cargos a los obispos que caen en gracia, y relega a los menos afortunados a los territorios más desfavorecidos del mundo. Durante siglos ha sufrido conquistas, plagas, hambrunas, el fascismo y los escándalos. Las murallas han aguantado bien.
Ahora llega Francisco, un hombre que desprecia los muros y que una vez, paseando frente a la Casa Rosada, la residencia presidencial de Argentina, le dijo a un amigo: «¿Cómo van a saber lo que quiere la gente si levantan una valla a su alrededor?». Bergoglio ha procurado ser lo que Massimo Franco, autor de un libro sobre Francisco y el Vaticano, llama un «papa accesible, lo que en sí supone una contradicción». La mera idea parece haber dejado pálida la cara del Vaticano.
«Yo creo que aún no hemos visto los auténticos cambios –dice Ramiro de la Serna, sacerdote franciscano radicado en Buenos Aires que conoce al Pontífice desde hace más de 30 años–. Y también creo que tampoco hemos visto todavía la auténtica resistencia a tales cambios.»
Las autoridades vaticanas todavía le están tomando las medidas al papa. Para ellos es tentador ver en sus campechanas reacciones una prueba de que es una criatura que se mueve por puro instinto. «Totalmente espontáneos» son para Lombardi los tan comentados gestos de Francisco durante su viaje a Oriente Próximo, entre los que están el abrazo al imán Omar Abboud y al rabino Skorka, amigo suyo, tras rezar con ellos en el Muro de las Lamentaciones. Sin embargo, Skorka nos cuenta: «Lo hablé con él antes de viajar a Tierra Santa. Le dije: “Este es mi sueño, abrazaros a ti y a Omar ante el Muro”».
Al igual que muchas otras instituciones, el Vaticano es reacio al cambio y desconfía de quienes puedan traerlo. Desde el siglo XVI, el epicentro del catolicismo ha sido esta ciudad-estado amurallada de 44,5 hectáreas enclavada dentro de Roma. La Ciudad del Vaticano es un imán que atrae a los turistas gracias a la Capilla Sixtina y a la basílica de San Pedro, además de un destino de peregrinación para los 1.200 millones de católicos de todo el planeta. Pero también es lo que su nombre indica: un Estado encerrado en una ciudad, con sus propios gestores municipales, policía, tribunales de justicia, bomberos, farmacia, servicio de correos, tienda de alimentación, periódico y equipo de críquet. Su prensa sigue la actualidad de la institución con la aguda mirada escéptica de cualquier reportero que cubre la información municipal. Sus fieles trabajadores no pagan impuestos sobre las ventas en la Ciudad del Vaticano. Su diplomacia, como todas las burocracias, premia con buenos cargos a los obispos que caen en gracia, y relega a los menos afortunados a los territorios más desfavorecidos del mundo. Durante siglos ha sufrido conquistas, plagas, hambrunas, el fascismo y los escándalos. Las murallas han aguantado bien.
Ahora llega Francisco, un hombre que desprecia los muros y que una vez, paseando frente a la Casa Rosada, la residencia presidencial de Argentina, le dijo a un amigo: «¿Cómo van a saber lo que quiere la gente si levantan una valla a su alrededor?». Bergoglio ha procurado ser lo que Massimo Franco, autor de un libro sobre Francisco y el Vaticano, llama un «papa accesible, lo que en sí supone una contradicción». La mera idea parece haber dejado pálida la cara del Vaticano.
«Yo creo que aún no hemos visto los auténticos cambios –dice Ramiro de la Serna, sacerdote franciscano radicado en Buenos Aires que conoce al Pontífice desde hace más de 30 años–. Y también creo que tampoco hemos visto todavía la auténtica resistencia a tales cambios.»
Las autoridades vaticanas todavía le están tomando las medidas al papa. Para ellos es tentador ver en sus campechanas reacciones una prueba de que es una criatura que se mueve por puro instinto. «Totalmente espontáneos» son para Lombardi los tan comentados gestos de Francisco durante su viaje a Oriente Próximo, entre los que están el abrazo al imán Omar Abboud y al rabino Skorka, amigo suyo, tras rezar con ellos en el Muro de las Lamentaciones. Sin embargo, Skorka nos cuenta: «Lo hablé con él antes de viajar a Tierra Santa. Le dije: “Este es mi sueño, abrazaros a ti y a Omar ante el Muro”».
El hecho de que Francisco accediera de antemano a cumplir el deseo del rabino no resta sinceridad al gesto. Más bien sugiere que es consciente de que cada uno de sus actos y palabras serán analizados por su significado simbólico. Esta prudencia está en consonancia con el Jorge Bergoglio que sus amigos argentinos conocían, quienes se echan a reír cuando oyen hablar de su candidez. Lo describen como un «ajedrecista» que tiene cada uno de sus días «perfectamente organizado» y en el que «todos y cada uno de sus pasos son premeditados». El propio Bergoglio dijo a los periodistas Francesca Ambrogetti y Sergio Rubin hace años que él raramente se guiaba por sus impulsos porque «en general la primera respuesta que me surge es equivocada».
Pese a los cambios aparentemente drásticos que Francisco ha traído consigo, ha utilizado su sentido común para adaptarse a la realidad del Vaticano. Al principio había sugerido que no hacía falta que los guardias suizos lo siguieran a todas partes, pero luego se resignó a su presencia casi constante. (A veces les pide que le saquen fotos con los visitantes; otra concesión, pues siempre había rehuido las cámaras.) Aunque evita el uso del papamóvil blindado que suele utilizarse desde el intento de magnicidio de Juan Pablo II en 1981, reconoce que ya no puede ir en metro ni meterse en los barrios marginales, como hacía en Buenos Aires. Todo esto lo llevó a lamentarse, cuatro meses después de su llegada al papado: «Ya saben lo mucho que me gustaría callejear por Roma, como hacía en Buenos Aires. Me siento un poco enjaulado».
Sus amigos dicen que, como jefe del Estado Vaticano y como argentino, el papa sintió que tenía el deber de recibir a la presidenta de su país, Cristina Fernández de Kirchner, a pesar de que pudo ver claramente, y con dolor, que ella utilizó políticamente aquellas visitas en beneficio de sus propios intereses políticos. «Cuando Bergoglio recibió a la presidenta de forma amistosa, lo hizo por pura generosidad –dice Juan Pablo Bongarrá, pastor evangélico de Buenos Aires–. Ella no se lo merecía. Pero así es como nos ama Dios, con pura generosidad.»
Para Wals, su antiguo jefe de prensa, las estudiadas acciones de Bergoglio tras acceder al papado no son en absoluto sorprendentes. De hecho, ya se preveía por su manera de abandonar el cargo anterior. Consciente de que existía la posibilidad de que el cónclave lo eligiera a él –al fin y al cabo, ya había sido la segunda opción de los cardenales después de Ratzinger para suceder a Juan Pablo II en 2005–, el arzobispo de Buenos Aires partió hacia Roma en marzo de 2013, según Wals, «dejando toda su correspondencia lista, el dinero en perfecto orden, todo en su sitio. Y aquella noche anterior a su marcha me llamó para repasar conmigo todos los asuntos de trabajo, además de darme consejos sobre mi futuro, como quien sabe que tal vez se vaya para siempre».
Y para siempre se fue. A pesar de la serenidad que muestra, Francisco ha asumido sus nuevas responsabilidades con una seriedad solo atenuada por su característica modestia. Tal como le contó el año pasado al escritor Jorge Milia, antiguo alumno suyo, «yo no paraba de rebuscar en la biblioteca de Benedicto, pero no hallaba ningún manual de instrucciones, así que me las he tenido que arreglar como he podido».
Según los medios, es un reformador. Un radical. Un revolucionario. Y también ninguna de esas cosas. El alcance de sus hechos hasta ahora es tan difícil de ignorar como de medir. Francisco ha encendido una chispa espiritual no solo entre los católicos, sino también entre otros cristianos, entre fieles de otras religiones e incluso entre los no creyentes. Según Skorka, «está cambiando la religiosidad en todo el mundo». El líder de la Iglesia católica es visto por muchos como una buena noticia para una institución que durante años solo había conocido malas noticias. «Hace dos años –dice el padre Thomas J. Reese, jesuita y analista del National Catholic Reporter–, si preguntabas a alguien por la calle de qué está a favor y de qué está en contra la Iglesia católica, la respuesta era que está en contra del matrimonio homosexual, del control de la natalidad y todas esas cosas. Si preguntas ahora, te dicen: “Ah, el papa, ese señor que ama a los pobres y no vive en un palacio”. Esto es un logro extraordinario. Yo digo de broma que la Escuela de Negocios de Harvard podría usarlo como ejemplo de rebranding, de cambio de imagen. Y muchos políticos matarían por lograr su índice de valoración.»
Huelga decir que las autoridades del Vaticano consideran que el espectáculo del culto a la personalidad del papa no es propio de la dignidad de la institución. Para algunos, esa popularidad también es una amenaza. Refuerza el mandato que le dieron los cardenales que querían un líder que acabase con el solemne distanciamiento de la Iglesia y extendiera su alcance espiritual. Uno de ellos, el cardenal ghanés Peter Turkson, recuerda que «antes del cónclave, cuando nos reunimos todos los cardenales, expusimos nuestras opiniones. Reinaba un ambiente de cambio».
«El cardenal Bergoglio era prácticamente un desconocido para todos los que estábamos allí congregados –prosigue Turkson–. Hasta que pronunció un discurso, algo así como su propio manifiesto. Nos aconsejó que reflexionáramos acerca de una Iglesia que sale hasta la periferia, no solo en el sentido geográfico, sino a la periferia de la existencia humana. Para él, el Evangelio es una llamada a esa sensibilidad. Esa fue su contribución, que aportó una especie de frescura al ejercicio de la labor pastoral, una experiencia diferente a la hora de cuidar del pueblo de Dios.»
Aaquellos que, como Turkson, querían el cambio, Francisco no los ha decepcionado. En el transcurso de dos años ha nombrado 39 cardenales, 24 de ellos de fuera de Europa. Antes de pronunciar un encendido discurso el pasado diciembre en el que enumeró los «males» que afectan a la curia (entre ellos, la «vanagloria», las «habladurías» y los «beneficios mundanos»), el papa encomendó a nueve cardenales –excepto dos, todos ajenos a la curia– la tarea de reformar la institución. Tras calificar los abusos sexuales dentro de la Iglesia como un «culto sacrílego», constituyó la Comisión Pontificia para la Protección de los Menores, presidida por Seán Patrick O’Malley, arzobispo de Boston. Con el fin de llevar la transparencia a las finanzas vaticanas, el Pontífice recurrió a un curtido exjugador de rugby, el cardenal George Pell, de Sidney (Australia), y lo nombró prefecto de la Secretaría de Asuntos Económicos, una decisión que sitúa a Pell en la misma categoría que el secretario de Estado. Entre estas designaciones, el papa tuvo un notable gesto de deferencia con la vieja guardia: mantuvo al cardenal Gerhard Müller, férreo brazo derecho de Benedicto, en el cargo de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de hacer observar los preceptos de la Iglesia.
Estos movimientos son muy significativos, pero es difícil predecir a qué conducirán. Las primeras pistas han intrigado tanto a los reformistas como a los católicos más tradicionalistas. El primer Sínodo sobre la Familia que Francisco convocó el pasado mes de octubre no trajo ningún cambio doctrinal de alcance, lo cual apaciguó a los católicos conservadores que se temían precisamente eso. Sin embargo, el sínodo que se celebrará el próximo octubre podría dar un resultado diferente. En lo relativo a prohibir la comunión a los católicos divorciados cuyo matrimonio no haya sido anulado, Scannone, amigo del papa y antiguo profesor, afirma: «Me dijo: “Quiero escuchar a todo el mundo”. Va a esperar al segundo sínodo, y escuchará a todos, pero está claramente abierto a un cambio». Saracco, el pastor pentecostal, también debatió con el papa sobre la posibilidad de acabar con el celibato como requisito para ser sacerdote. «Si puede sobrevivir a las presiones de la Iglesia hoy y a los resultados del Sínodo sobre la Familia en octubre –dice–, creo que después estará preparado para hablar sobre el celibato.» Cuando le pregunto si el papa le ha dicho eso o si se trata de una intuición, Saracco sonríe astutamente y responde: «Es más que una intuición».
Por otra parte, las palabras y los gestos del papa se han convertido en algo parecido a las manchas de tinta del test de Rorschach, que el público puede interpretar como quiera. Tratándose de un hombre de palabras y costumbres sencillas, eso resulta irónico. Pero no es nuevo.
Estos movimientos son muy significativos, pero es difícil predecir a qué conducirán. Las primeras pistas han intrigado tanto a los reformistas como a los católicos más tradicionalistas. El primer Sínodo sobre la Familia que Francisco convocó el pasado mes de octubre no trajo ningún cambio doctrinal de alcance, lo cual apaciguó a los católicos conservadores que se temían precisamente eso. Sin embargo, el sínodo que se celebrará el próximo octubre podría dar un resultado diferente. En lo relativo a prohibir la comunión a los católicos divorciados cuyo matrimonio no haya sido anulado, Scannone, amigo del papa y antiguo profesor, afirma: «Me dijo: “Quiero escuchar a todo el mundo”. Va a esperar al segundo sínodo, y escuchará a todos, pero está claramente abierto a un cambio». Saracco, el pastor pentecostal, también debatió con el papa sobre la posibilidad de acabar con el celibato como requisito para ser sacerdote. «Si puede sobrevivir a las presiones de la Iglesia hoy y a los resultados del Sínodo sobre la Familia en octubre –dice–, creo que después estará preparado para hablar sobre el celibato.» Cuando le pregunto si el papa le ha dicho eso o si se trata de una intuición, Saracco sonríe astutamente y responde: «Es más que una intuición».
Por otra parte, las palabras y los gestos del papa se han convertido en algo parecido a las manchas de tinta del test de Rorschach, que el público puede interpretar como quiera. Tratándose de un hombre de palabras y costumbres sencillas, eso resulta irónico. Pero no es nuevo.
En 2010, Yayo Grassi, un empresario del sector del catering instalado en Washington, D.C., envió un airado correo electrónico a su antiguo profesor, el entonces arzobispo de Buenos Aires. Grassi, que es homosexual, acababa de leer que su estimado mentor había condenado las leyes que permitían el matrimonio entre personas del mismo sexo. «Usted fue mi guía, siempre me ha mostrado el horizonte, usted ha conformado los aspectos más progresistas de mi visión del mundo –escribió Grassi–. Oírle decir esto es una gran decepción.»
El arzobispo le respondió con un correo electrónico, sin duda no sin antes redactar un borrador con su pequeña letra escrita a mano para entregárselo a su secretario, puesto que el papa Francisco nunca se ha metido en internet ni ha usado un ordenador, y ni siquiera ha tenido teléfono móvil. (La Oficina de Prensa de la Santa Sede se encarga de escribir los tuits para sus nueve cuentas @Pontifex de Twitter, con más de 20 millones de seguidores, y los difunde tras el visto bueno del papa.) Comenzó diciendo que las palabras de Grassi le habían llegado al corazón. La posición de la Iglesia católica respecto al matrimonio era la que era. Aun así, a Bergoglio le causaba dolor enterarse de que había disgustado a su alumno. El exprofesor de Grassi le aseguró que los medios de comunicación habían malinterpretado su posición. Por encima de todo, afirmaba el futuro papa en su respuesta, en su labor pastoral no había lugar para la homofobia.
Este intercambio de mensajes da un atisbo de lo que cabe y no cabe esperar de este pontificado. En última instancia, Bergoglio no se retractó de su posición contra el matrimonio homosexual, que para él, como escribió en uno de esos correos, supone una amenaza para «la identidad y supervivencia de la familia: padre, madre e hijos». Ninguno de los amigos del papa que he entrevistado cree que Francisco vaya a reconsiderar la posición de la Iglesia sobre esta materia.
Lo que restauró el respeto de Grassi por su antiguo profesor es precisamente lo que hoy atrae a las multitudes a la plaza de San Pedro: la cegadora blancura de su vestimenta papal reformulada como signo de sencillez y cercanía. La querencia de este porteño por las calles combinada con el firme compromiso de los jesuitas con la comunidad (el encuentro), que implica tanto preguntar como escuchar, constituye una tarea mucho más exigente que la simple promulgación de cánones, pues requiere valentía para ser humilde. Eso fue lo que movió a Bergoglio a arrodillarse y solicitar el rezo de miles de cristianos evangélicos. Eso fue lo que provocó sus lágrimas cuando visitó una villa miseria de Buenos Aires y un hombre declaró que sabía que el arzobispo era uno de ellos porque lo había visto viajando en la parte trasera de un autobús. Y eso fue lo que dejó estupefactas a millones de personas hace dos años cuando el papa Francisco, en un momento inolvidable, pronunció esta simple y desconcertante pregunta retórica en respuesta a otra pregunta sobre los sacerdotes homosexuales: «¿Quién soy yo para juzgar?».
Podría parecer que esta es la misión del papa: prender la mecha de una revolución dentro y fuera de los muros del Vaticano sin llegar a derribar un sinfín de inveterados preceptos. «No cambiará la doctrina –insiste De la Serna, su amigo argentino–. Lo que hará es devolver a la Iglesia su auténtica doctrina, esa que ha olvidado, esa que sitúa al hombre en el centro. Durante demasiado tiempo la Iglesia ha situado el pecado en el centro de todo. Al poner el sufrimiento del hombre y su relación con Dios de nuevo en el centro, las actitudes severas frente a la homosexualidad o el divorcio empezarán a cambiar.»
Sin embargo, el hombre que dijo a sus amigos que tenía que «empezar a hacer cambios desde ya» tiene el tiempo en su contra. El comentario que ha hecho esta pasada primavera de que su pontificado podría durar solamente «cuatro o cinco años» no sorprendió a sus amigos argentinos, sabedores de que a él le gustaría vivir sus últimos días en su país. Pero aquellas palabras seguro que fueron un alivio para los partidarios de la línea dura dentro del Vaticano, que harán lo que puedan para frenar los esfuerzos de Francisco por reformar la Iglesia y esperan que su sucesor sea un adversario menos progresista.
Aun así, esta revolución, tenga o no éxito, no se parece a ninguna otra, aunque solo sea por el inmenso júbilo con que se está recibiendo. Cuando el nuevo arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Mario Poli, durante una visita al Vaticano habló a Francisco de lo llamativo que era ver una amplia sonrisa en el rostro de su amigo, otrora tan adusto, el papa reflexionó sobre aquellas palabras, como hace siempre.
Entonces Francisco, sin duda con una sonrisa, respondió: «Es muy entretenido ser papa».
El arzobispo le respondió con un correo electrónico, sin duda no sin antes redactar un borrador con su pequeña letra escrita a mano para entregárselo a su secretario, puesto que el papa Francisco nunca se ha metido en internet ni ha usado un ordenador, y ni siquiera ha tenido teléfono móvil. (La Oficina de Prensa de la Santa Sede se encarga de escribir los tuits para sus nueve cuentas @Pontifex de Twitter, con más de 20 millones de seguidores, y los difunde tras el visto bueno del papa.) Comenzó diciendo que las palabras de Grassi le habían llegado al corazón. La posición de la Iglesia católica respecto al matrimonio era la que era. Aun así, a Bergoglio le causaba dolor enterarse de que había disgustado a su alumno. El exprofesor de Grassi le aseguró que los medios de comunicación habían malinterpretado su posición. Por encima de todo, afirmaba el futuro papa en su respuesta, en su labor pastoral no había lugar para la homofobia.
Este intercambio de mensajes da un atisbo de lo que cabe y no cabe esperar de este pontificado. En última instancia, Bergoglio no se retractó de su posición contra el matrimonio homosexual, que para él, como escribió en uno de esos correos, supone una amenaza para «la identidad y supervivencia de la familia: padre, madre e hijos». Ninguno de los amigos del papa que he entrevistado cree que Francisco vaya a reconsiderar la posición de la Iglesia sobre esta materia.
Lo que restauró el respeto de Grassi por su antiguo profesor es precisamente lo que hoy atrae a las multitudes a la plaza de San Pedro: la cegadora blancura de su vestimenta papal reformulada como signo de sencillez y cercanía. La querencia de este porteño por las calles combinada con el firme compromiso de los jesuitas con la comunidad (el encuentro), que implica tanto preguntar como escuchar, constituye una tarea mucho más exigente que la simple promulgación de cánones, pues requiere valentía para ser humilde. Eso fue lo que movió a Bergoglio a arrodillarse y solicitar el rezo de miles de cristianos evangélicos. Eso fue lo que provocó sus lágrimas cuando visitó una villa miseria de Buenos Aires y un hombre declaró que sabía que el arzobispo era uno de ellos porque lo había visto viajando en la parte trasera de un autobús. Y eso fue lo que dejó estupefactas a millones de personas hace dos años cuando el papa Francisco, en un momento inolvidable, pronunció esta simple y desconcertante pregunta retórica en respuesta a otra pregunta sobre los sacerdotes homosexuales: «¿Quién soy yo para juzgar?».
Podría parecer que esta es la misión del papa: prender la mecha de una revolución dentro y fuera de los muros del Vaticano sin llegar a derribar un sinfín de inveterados preceptos. «No cambiará la doctrina –insiste De la Serna, su amigo argentino–. Lo que hará es devolver a la Iglesia su auténtica doctrina, esa que ha olvidado, esa que sitúa al hombre en el centro. Durante demasiado tiempo la Iglesia ha situado el pecado en el centro de todo. Al poner el sufrimiento del hombre y su relación con Dios de nuevo en el centro, las actitudes severas frente a la homosexualidad o el divorcio empezarán a cambiar.»
Sin embargo, el hombre que dijo a sus amigos que tenía que «empezar a hacer cambios desde ya» tiene el tiempo en su contra. El comentario que ha hecho esta pasada primavera de que su pontificado podría durar solamente «cuatro o cinco años» no sorprendió a sus amigos argentinos, sabedores de que a él le gustaría vivir sus últimos días en su país. Pero aquellas palabras seguro que fueron un alivio para los partidarios de la línea dura dentro del Vaticano, que harán lo que puedan para frenar los esfuerzos de Francisco por reformar la Iglesia y esperan que su sucesor sea un adversario menos progresista.
Aun así, esta revolución, tenga o no éxito, no se parece a ninguna otra, aunque solo sea por el inmenso júbilo con que se está recibiendo. Cuando el nuevo arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Mario Poli, durante una visita al Vaticano habló a Francisco de lo llamativo que era ver una amplia sonrisa en el rostro de su amigo, otrora tan adusto, el papa reflexionó sobre aquellas palabras, como hace siempre.
Entonces Francisco, sin duda con una sonrisa, respondió: «Es muy entretenido ser papa».
fuente : http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ng_magazine/reportajes/10532/vaticano_los_desafios_del_papa_francisco.html?_page=2
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