Sol es de dimensiones medianas para ser una estrella, y cuando dentro de unos 5.000 millones de años haya consumido todo el hidrógeno que le sirve de combustible, se desprenderá de las capas exteriores y su núcleo se volverá cada vez más compacto hasta convertirse en una enana blanca: un ascua del cosmos del tamaño de la Tierra.
Para una estrella diez veces mayor que el Sol, la muerte es bastante más espectacular. Sus capas externas salen despedidas al espacio en una explosión de supernova, que durante un par de semanas es uno de los objetos más brillantes del universo, mientras que el núcleo se comprime por efecto de la gravedad hasta formar una estrella de neutrones: una esfera giratoria de unos 20 kilómetros de diámetro. El fragmento de una estrella de neutrones del tamaño de un terrón de azúcar pesaría 1.000 millones de toneladas en la Tierra. La atracción gravitatoria de una de esas estrellas es tan intensa que si dejáramos caer sobre ella una bola de algodón, el impacto generaría tanta energía como una bomba atómica.
Hasta no se sabe qué. En los intentos de explicar tan crucial fenómeno, las dos grandes teorías que describen el funcionamiento del universo –la relatividad general y la mecánica cuántica– parecen volverse locas.
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