POR RUBÉN BENÍTEZ FLORIDO ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Para llegar a tener una idea cabal sobre quiénes somos, nada mejor que rastrear el recorrido de nuestras huellas en el pasado para reconstruir la cadena de causas y azares que nos han llevado hasta este presente, en apariencia mucho más convulso, quebradizo y desesperanzado que los momentos anteriores.
Eso es lo que hace Antonio Muñoz Molina en su último libro Todo lo que era sólido, un ejercicio de memoria sobre nuestro pasado reciente que abarca el período iniciado con esta ubicua crisis económica, que sigue amenazando diariamente numerosas parcelas de nuestras vidas, hasta la actualidad. Un pasado en el que relucía, como señala Walter Benjamin en sus Tesis sobre filosofía de la historia, el “instante de un peligro” que muy pocos se atrevieron a pronosticar.
Benjamin hablaba desde su experiencia traumática de la Segunda Guerra Mundial, pero aquellas palabras sobre el devenir de la historia y la idea del progreso, que escribió apresuradamente en hojas desperdigadas y en servilletas usadas de cafeterías antes de suicidarse en la frontera de España huyendo de los nazis, en realidad son aplicables sin pérdida de sentido a cualquier contexto, incluidos aquellos períodos históricos en los que parece predominar la estabilidad política, económica y social.
Pensemos, por ejemplo, en lo fácil que puede ser minar los cimientos de la práctica democrática para entregarla impunemente al gobierno del más fuerte, en el mejor de los casos, o a la sinrazón de la barbarie, en el peor de ellos. Ejemplos históricos propios y ajenos no nos faltan. No hay más que recordar que Hitler accedió al poder en unas elecciones democráticas y contra todo pronóstico se convirtió en canciller de Alemania. Tampoco hay que olvidar que la Guerra Civil española y la dictadura militar a la que dio paso fueron la consecuencia de un golpe de Estado que quebró la legalidad democrática vigente hasta ese momento.
Sin llegar a ser tan determinantes y definitivos como los ejemplos anteriores, hace algunos años había ciertos indicios de catástrofe que contaminaban la vida pública como un virus que se extiende sin dificultad por un cuerpo vulnerable. Eran señales aparentemente insignificantes ante los ojos de la opinión pública y quizás por eso en aquel momento no se les prestó la debida atención, pero decisivas y alarmantes para cualquiera que hubiese sabido interpretar sus posibles consecuencias a largo plazo.
Se trataba de señales como el aumento disparatado e inadmisible de la corrupción política; el aumento de la crispación en los foros públicos; la preocupante suspensión, cuando no la radical eliminación, del espíritu crítico y de la disidencia; las dificultades insuperables para llegar a un consenso admisible; el exceso megalómano de los políticos, que se dejaban llevar por el ansia de medrar a toda costa y por encima de todo; el deterioro imparable de las instituciones públicas, incluso de aquellas que parecían más sólidas e inmunes a la decadencia; la escasez de recursos para las cosas importantes, que no siempre eran las urgentes.
Pero todas estas señales, que deberían ser muy graves en cualquier circunstancia, estaban convenientemente camufladas bajo el maquillaje de la falsa bonanza económica que impedía a la ciudadanía ver el desastre que se avecinaba. Como señala Muñoz Molina, “se nos olvida ahora hasta qué punto esos años de prosperidad fueron también de una aspereza civil y una violencia verbal que arreciaban más a medida que había más dinero y que mejoraban como nunca los índices del bienestar y las perspectivas económicas”.
Nada cambió el hecho de que algunos, muy pocos en realidad, admitieran y alertaran del peligro. A pesar de las evidencias, casi nadie les hizo caso, y muchas voces autorizadas prefirieron mirar hacia otro lado para no ser tachadas de reaccionarias o de aguafiestas por una mayoría atolondrada y autocomplaciente, bien pagada de sí misma, desertora de sus responsabilidades cívicas, amiga de los beneficios rápidos y las comodidades inmediatas, carente de visión de futuro.
Uno de aquellos peligros más evidentes y acuciantes, que nadie reconocía o quería reconocer, era perfectamente identificable. Se llamaba “burbuja inmobiliaria” y, como señala Muñoz Molina, la metáfora no pudo ser elegida con más acierto: las burbujas tienen la efímera textura de lo etéreo, de lo que se deshace en cuestión de segundos con la consistencia de un castillo de naipes, de aquello que parece sólido pero sin duda no lo es.
En muy poco tiempo el precio de la vivienda creció exponencialmente hasta límites que no se habían visto nunca, el crédito de los bancos permitió lo que hasta ese momento se consideraba un suicidio insólito y disparatado, y las familias de clase media se endeudaron sin contemplaciones ni remordimiento hasta más allá de lo que parecía razonable.
La mayor parte de la ciudadanía parecía ensimismada en una especie de delirio colectivo. Encima de aquel carro que parecía contener una bonanza tan estable como indefinida se sumaron muchos poderes públicos que actuaron, ahora sí lo sabemos, con muy poco sentido del decoro y de la responsabilidad: desde políticos sin moral que no dudaron en engordar sus arcas privadas a costa de privatizaciones de servicios públicos y recalificaciones de suelos urbanizables, hasta constructores sin escrúpulos que destrozaron para siempre lo mejor de nuestros paisajes para edificar todo lo edificable, pasando por las entidades financieras que se enriquecieron descaradamente concediendo créditos a diestro y siniestro, a menudo sin garantías suficientes de volver a recuperar el dinero prestado.
Debido a todos estos desmanes, ahora no nos queda más remedio que vivir en un país endeudado hasta el tuétano, al borde de la ruina económica y del rescate financiero en varias ocasiones; un país lleno de urbanizaciones fantasmas en las que sus escasos pobladores cierran la puerta con llave durante la noche por temor a los saqueadores; un país con unos recortes asfixiantes en servicios básicos como la sanidad y la educación; un país en el que la juventud más preparada que ha existido nunca tiene que emigrar a otros países para encontrar un futuro que le niega reiteradamente el suyo; un país con una de las tasas de paro más altas de su entorno y sin ningún atisbo de poder rebajarla; un país en el que unos pocos se enriquecen desmesuradamente a costa de otros que se levantan cada mañana haciendo lo imposible para llegar a fin de mes o simplemente para salir de la desesperanza.
Afirma Muñoz Molina que durante todo ese tiempo faltaron los controles políticos y sobraron las complacencias colectivas, que se extendió el hábito perezoso de dar siempre la razón a los defensores de “lo nuestro”, que no sólo se permitió sino que se incentivó la quiebra de la legalidad, que la responsabilidad cívica brilló por su ausencia. En definitiva, que no supimos o no quisimos ver el “instante de peligro” del que hablaba Walter Benjamin.
Ahora que ya hemos conseguido saber de dónde venimos, que somos capaces de sopesar las consecuencias de tantos despropósitos cometidos y de tanta infamia, es el momento de preguntarse sin excusas ni demoras qué queremos hacer con nuestro amenazado pero prometedor futuro.
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