La Diócesis de Canarias, nunca sería ambicionada por sus futuribles obispos. Estas islas ancladas en medio del Océano Atlántico, frente a las costas occidentales africanas, la mayor parte de las veces se convertirían en meros trampolines para lograr objetivos mayores en las carreras eclesiásticas de aquellos.
Nos explicamos: Este territorio de ultramar no era, ni mucho menos, una tierra de grandes recursos. Fragmentado en casi una docena de islas e islotes, no tenían fácil gobierno, ni desde el punto de vista cívico-militar, ni mucho menos del religioso. Desde que se terminaran sus conquistas (finales del siglo XV), éstas se dividieron en tres islas de realengo (la Gran Canaria, Tenerife y San Miguel de La Palma) y cuatro de señorío (La Gomera, El Hierro, Fuerteventura y Lanzarote). Desigualmente habitadas, las directamente dependientes de la Corona fueron, desde entonces, las más pobladas y, por ende, sus desarrollos económicos ganaban con creces a aquellas otras que quedaron bajo el yugo del Conde de La Gomera, Señor por excelencia de las demás.
Un obispo radicado en la capital grancanaria, por entonces Las Palmas (Hoy, Las Palmas de Gran Canaria) intentaba gobernar la vida espiritual de los canarios a pesar de todas las dificultades que esto implicaba, entre las que sobresalía la división geográ
El 1 de febrero de 1819 se crea la Diócesis de San Cristóbal de La Laguna, mal llamada Nivariense o de Tenerife. Así, nuestro Archipiélago ve dividido en dos partes su gobierno eclesiástico y también, como no, reducidas a la mitad las rentas económicas del primigenio Obispado Canariense-Rubicense.
Llamado a Sevilla para ejercer como titular de dicho Arzobispado, el hasta entonces Obispo de Canarias, don Judas Tadeo José Romo y Gamboa (1773-1855), abandona el viejo palacio de la Plaza de Santa Ana, que quedará deshabitado por espacio de unos meses, hasta que en 1848 llegue a él el nuevo titular de la Diócesis, don Buenaventura Codina y Augerolas (1785-1857). Si el Obispo Romo se caracterizó por su férreo y austero carácter castellano, había nacido en la hoy provincia de Guadalajara; Codina pronto destacaría por su emprendeduría y dinamismo, propio de su carácter catalán.
Lo primero que hizo el nuevo prelado fue recabar cuantos datos le fueron posibles para obtener juicio certero sobre la realidad de la Iglesia de las Islas de su gobierno (la Gran Canaria, Fuerteventura y Lanzarote). Para ello se entrevistaría con todos y cada uno de los sacerdotes existentes (personalmente o por carta), fueran éstos párrocos o no. Así, a los pocos meses de su llegada, Monseñor Codina pudo afirmarse en su idea: El jansenismo, herejía ésta extendida por España a partir del gobierno de Carlos III en adelante, había hecho mella en las islas, lo que trajo consigo la relajación de costumbres del clero secular. Éste casi siempre escasamente formado, transmitía ideas laxas y por tanto poco ortodoxas en dogmas, ritos y costumbres. Así creyó necesaria la profunda reforma del Seminario Conciliar y la actuación directa sobre la feligresía y el curato a través de las llamadas Santas Misiones, a cuyo frente colocó al sobresaliente e intelectual Antonio María Claret y Clará (Sallent de Llobregat 1807-Abadía de Fontfroide, 1870).
Durante meses, Claret fue de aquí para allá a través de nuestra geografía insular y, bien porque sus métodos pedagógicos-didácticos resultaron exitosos o porque su bondad extrema le granjeó la admiración y el cariño de todos, pronto se vieron los frutos de su labor: la reconversión, entre la mayoría de los ciudadanos, sin importar clase social ni condición de urbanitas o campesinos, utilizando para ello sus dones de fogoso orador y la cercanía catequética.
Llegado el mes de mayo de 1848 y a lomos de una mula, haciéndose seguir por un sin número de feligreses, el Padrito llevó a cabo la travesía, no exenta de riesgos, desde la capital de la Isla a Telde. Partió del Palacio Episcopal, que como ya hemos mentado con anterioridad, se encontraba entonces como ahora en la veguetera Plaza de Santa Ana. Después de atravesar el barrio marinero de San Cristóbal y subir los acantilados de La Laja, llegó a un alto conocido entonces como La Vista de Marzagán, y descendió hacia el pago mismo de Jinámar. Allí mandó a parar a toda su comitiva, tomándose un tiempo para visitar, en su pequeña ermita, a Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción. Momento éste memorable por cuanto era de todos conocida la gran devoción que Claret sentía por el Corazón de María. Después de que las bestias abrevaran, ya repuestas del cansancio del viaje, marcharon cuesta arriba cruzando los campos lávicos y piconeros de la Cruz de la Gallina para llegar hasta el lugar bautizado como La Vista de Telde, a un tiro de piedra del pequeño pago de La Primavera. La visión que tuvo Claret de Telde fue recogida por algunos de sus acompañantes, entre ellos un joven seminarista de nuestra ciudad, que orgulloso recordaba, como el Padrito había comparado a Telde con Jerusalén. Avanzó la caravana de media docena de animales y varios centenares de personas hasta los pies mismos del Barranco Real. Allí, los teldenses se habían afanado en restaurar el camino que cruzaba su cauce, despejándolo de toda suerte de piedras y allanando con arena y tierra apelmazada el espacio en cuestión. Sobre el firme, habían dispuestos cientos de hojas de las más diversas plantas y arbustos, a las que acompañaron de eucalipto, hierbahuerto y otras tantas plantas aromáticas con el fin de hacer agradable la entrada triunfante de Claret a nuestra ciudad. A derecha e izquierda del tramo del camino existente entre el barranco y la Iglesia Hospitalaria de San Pedro Mártir de Verona, se dispusieron dos líneas paralelas de fieles y devotos, que batiendo hojas de palmeras y ramas de olivos, vitoreaban sin cesar a quien venía en Nombre del Señor (escena que quería imitar la entrada triunfante de Jesús a Jerusalén). El Padrito desde lo alto de su montura bendecía a diestro y siniestro y, con humildad extrema, se hacía acreedor de cuantas aclamaciones recibía. Llegado a la plaza principal de la ciudad, llamada de La Iglesia por estar situada ante ésta, descendió de su bestia portadora y se unió en un fraternal abrazo con los dos curas beneficiados de la Parroquial de San Juan Bautista. Las gentes allí congregadas lo vitoreaban sin cesar, ya que su fama de Santo le precedía. A los pocos minutos, ya Antonio María Claret se encontraba a los pies mismos del Altar Mayor de la iglesia de San Juan Bautista, hoy Basílica Menor de la Cristiandad. Y postrándose de rodillas clavó sus ojos en la siempre venerada imagen del Santo Cristo para, seguidamente y sin más preámbulos, adorar al Santísimo que se encontraba en el interior del Sagrario.
Las gentes venidas de todos los pagos y barrios de la comarca (léase Telde-Valsequillo), le pedían insistentemente que les predicase, pues sólo sus palabras serían el preciado bálsamo que fervientemente deseaban para sanar sus cuitas y perdón de sus pecados.
Estamos relatando un hecho relativamente cercano en el tiempo, pues los bisabuelos y tatarabuelos de los teldenses actuales fueron testigos de los mismos. La tradición oral, tan preciada en estos casos, nos han hecho participes de todo lo acontecido en nuestra ciudad, en los días en que Antonio María Claret permaneció en ella. Con toda suerte de detalles, nuestras abuelas y abuelos nos aportaban mil y un detalles de lo acontecido aquí. No diré yo que todo lo transmitido fuera lo que realmente sucediera, pero sí cómo lo percibieron las cándidas almas de nuestros antepasados. Un mismo hecho, según quien lo relatara, podía ser ilustrado en mayor o menor manera a razón de la imaginación y facilidad para el relato de quien lo contaba. Este Cronista ha oído en numerosas ocasiones todo lo concerniente a la visita y estancia del Santo Claretiano a nuestra ciudad. Y de cómo los teldenses y valsequilleros acudieron en masa a la Iglesia Matriz de San Juan Bautista para escuchar sus largos y apasionados sermones, a la vez que asistir cargados de devoción a la Eucaristía. Nuestros abuelos y abuelas nos señalaban la casa hasta donde llegaba la cola para confesarse con Claret, y créanme, ésta se encontraba en las inmediaciones de lo que los teldenses llamamos “Cuatro Esquinas”, distante del templo unos 150 metros.
Algunos actos excedían con creces de la comprensión del común de la feligresía. La leyenda a veces superaba la realidad de los hechos ocurridos. De boca en boca iban y venían todos los gestos de suprema espiritualidad con que propios y extraños adornaban al Padrito. Uno que siempre me llamó la atención, me lo relató el biznieto del protagonista. Éste, ateo confeso, se encontraba en su casa no muy lejos de la Iglesia Parroquial, negándole una vez y otra a su hija el permiso para acudir al sermón que aquella tarde reunía en torno a sí, el padre Claret. La joven, de forma machacona decía: ¡Padre, déjeme usted ir a escuchar al Padrito! ¿Qué tiene de malo eso? Y el progenitor le contestaba: No seré yo quien contribuya a enaltecer la figura de ningún cura, que con sus patrañas y supersticiones atontan las mentes del pueblo. Al tiempo y de forma vehemente dijo: Creeré en ellos cuando San Juan Bautista baje el dedo (otros lo cambian por: Cuando a San Juan Bautista se le caiga el dedo con el que señala). En ese preciso instante, una ráfaga de viento cerró con fuerza un postigo, que aprisionó y cercenó su propio dedo, éste caía al suelo produciéndole una herida por la que manaba no poca sangre. El pánico se adueñó de aquel teldense incrédulo, que corrió hasta las puertas mismas de la Iglesia, y con brazo en alto gritó al Padrito para mostrarle lo que le había acontecido. Antonio María Claret que se encontraba en el pulpito, giró la vista hasta dar con la Imagen del Santo Cristo y dijo en alto ¡Señor, no hacía falta! Y en ese momento bajó en post del herido, que tan pronto puso su mano y su dedo amputado en las de Claret, quedaron totalmente sanados. No decir tiene el revuelo que se armó y cómo corrió más rápido que la pólvora, el hecho sobrenatural allí ocurrido. Todos creyeron ver en ello un milagro.
Telde conservaba, al menos que se sepa, cuatro reliquias del Santo Claretiano: Dos muy similares, casi idénticas, se conservan en unos pequeños relicarios de plata sobredorada con cristal a manera de pequeña custodia de estilo neogótico, tras el vidrio y bien centrada se dispuso una pequeña reliquia, objeto de todas las devociones y que, hasta bien entrado los años setenta del pasado siglo XX, se exponía sobre el Altar Mayor para veneración de la feligresía. Ésto ocurría el día de San Antonio María Claret el 24 de octubre, cuando el sacerdote, portando la reliquia en sus manos tras concluir la misa en honor al Santo, la hacía besar al común.
También podemos calificar de reliquia al propio rosario del Padrito. Aquí nos toca más de cerca, pues al final vino a las manos de mi bisabuela Pilar de Azofra y Hechevarría. Según nos contaron nuestras tías abuelas, terminada la estancia en Telde de Antonio María Claret, éste improvisó una procesión en honor al Sagrado Corazón de María, que partiendo de la casa donde se hospedaba en el barrio de San Juan, subiría por las calles de Los Baluartes, El Molinete o Molinillo y tras dejar atrás la de El Abrevadero, llegaría a la Plaza de Los Llanos de San Gregorio. A la cabecera de la comitiva procesional y portado por dos jóvenes de diferentes sexos, iba un cuadro representando a la Divina Pastora y tras éste, Antonio María Claret en compañía de los sacerdotes teldenses, así como miles de feligreses.
Cada paso que se daba era acompañado por una nota de las canciones marianas, que durante el trayecto se interpretaron con verdadero fervor. Desde las azoteas y tapiales los vecinos saludaban al Padrito y éste les correspondía con paternales bendiciones. Llegados a la parroquial de San Gregorio Taumaturgo, el Padre Claret se introdujo en el interior de su templo neoclásico y subiéndose al púlpito, predicó una última vez a nuestros conciudadanos. Le extrañó al sacerdote que la espaciosa iglesia no contara apenas con bancos, aunque alguien le había informado que sus obras se habían concluido hacía sólo unos meses atrás. Preguntando por tal anómala situación, el cura encargado de templo le comentó que ciertas disputas entre las principales familias del lugar por el orden de colocación de los bancos, había desatado una verdadera guerra, y muchos habían optado por llevarse los asientos hasta que se les permitiera colocarlos allí donde ellos querían. Cuando todavía no había concluido dicha conversación, Claret vio acercarse a un hombre entrado en años, que gimiendo y llorando, se quejaba amargamente de que nadie le quería pagar por su trabajo de carpintero hacedor de aquellos bancos motivos de la riña. Antonio Claret queriendo consolarlo le comentó que él no le podía pagar la deuda, pero si podía dejarle a cuenta algo que le iba a acarrear grandes beneficios para su alma. Metiéndose la mano en el bolsillo de la sotana, sacó un rosario que depositó en las manos del pobre carpintero. Al poco tiempo de ésto suceder, la hija de dicho ebanista, a la sazón monja en un convento de Las Palmas, fue despedida de su Orden por estar infectada de cierta enfermedad, no quedándole otra que volver a la casa de su padre en Los Llanos de Telde. Transcurrieron los años y quedó huérfana, heredando de su padre una pequeña casa y taller situados en la trasera de la Iglesia de San Gregorio Taumaturgo, en el lugar conocido como El Cascajo de Santo Domingo; así como el consabido rosario de Antonio María Claret.
Para ganarse la vida, esta buena mujer trabajó durante lustros como asistenta de hogar en casa de mis bisabuelos. Un día faltó a su cotidiano trabajo, haciéndolo también al siguiente. Mi bisabuela acompañada de dos de sus hijas fue a visitarla, preocupada como estaba por su salud. Efectivamente Carmen, que así se llamaba, yacía en su catre, tiritando de frío y con convulsiones. Tomando las manos de mi bisabuela Pilar, le pidió que la acompañara en sus últimas horas de vida y le suplicó que mientras ésto hacía, rezara con el rosario del Padrito Claret. Al poco, ya más relajada y a las puertas mismas de la muerte, le hizo entrega del rosario, diciéndole: Doña Pilar, guarde usted esta reliquia y cada vez que se acuerde de mí, rece un rosario por mi salvación. Así llegó esa valiosa prenda a mi familia, pasando primero de las manos de mi bisabuela a la de un primo hermano de mi padre, Antonio Lorenzo Guedes Pérez de Azofra, quien lo conservó hasta que, en un acto de extrema generosidad, me la donó.
Unas de las reliquias más preciadas y que hoy no se encuentra en Telde es el llamado Mantel de San Antonio María Claret. El señor don Juan Jiménez, notable hacendado de la ciudad, quiso dar un almuerzo a don Antonio María Claret y Clará. En su noble casa de la antigua calle Cubas (antes de Calvo Sotelo y ahora de Julián Torón Navarro), para honrarlo sobremanera, se hizo acompañar de las primeras autoridades locales, así como por el Cura Párroco titular. En una mesa dispuso un blanco mantel y sobre él la cubertería, la vajilla y la cristalería mejor. Las viandas eran abundantes y el pan recién horno todavía mantenía su calor. Sentados ya en torno a la taula, el Padrito hizo silencio para conminar a todos los comensales al acto de bendición de los alimentos. Después tomó la hogaza de pan en sus manos y partiéndola en pequeñas porciones la fue pasando a cada uno de ellos, comenzando así el festín. Terminado el mismo y después de recoger todo lo que había sobre la mesa, la señora de Jiménez, doña Ana Suárez, sin limpiar las migas de pan que irremediable habían caído sobre el mantel, dobló éste sobre sí mismo y después lo introdujo en el interior de una especie de talega, cosiendo el extremo por donde lo haba metido. Pues quiso guardar como reliquia no sólo el mantel sino los pequeños trozos de pan bendecidos por el futuro Santo (Antonio María Claret y Clará sería beatificado en 1934 y canonizado en 1950. Algo más tarde fue declarado copatrono de la Diócesis de Canarias, junto a Nuestra Señora del Pino).
La familia en cuestión conserva con verdadera devoción el preciado lienzo, que transmitidos de madres a hijas, ya va por la quinta generación. Asimismo, en la Iglesia Parroquial de San Gregorio Taumaturgo de Los Llanos se encuentra una bella imagen del Santo catalán, revestido con sus ropajes episcopales y en actitud de bendecir a la feligresía.
Hasta aquí, créanme solo un pequeño resumen de todo lo que dio de sí la estancia de San Antonio María Claret en tierras de Telde.
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