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domingo, 19 de noviembre de 2017

Iglesia firme en una sociedad líquida


En un artículo publicado en Il Timone, el escritor católico Vittorio Messori sostiene que en un mundo “líquido”, en el que todo se trasforma en incierto, precario o provisional, es necesaria la estabilidad y la firmeza de la Iglesia católica. 



(Vittorio Messori)– Ha hecho fortuna la fórmula del sociólogo judío polaco Zygmut Bauman, según el cual lo que caracteriza nuestro tiempo, que llamamos postmoderno, es haber creado una «sociedad líquida». Sociedad en la que todo es inestable y cambiante: pensemos en el mundo laboral, que ha visto como el «trabajo fijo» se ha convertido en un inquietante trabajo precario. Pensemos en las migraciones de los pueblos, a menudo con uniones esponsales entre etnias distintas; en la familia, que ha sido sustituida por las uniones sin vínculos legales y religiosos; en el rápido cambio de costumbres sexuales, en las que incluso la pertenencia a la masculinidad o feminidad es incierta. Y pensemos en las clases políticas, que han renunciado a planes y proyectos a largo plazo para gobernar -cuando lo consiguen- a corto plazo, a veces incluso al día.
Esto en lo que respecta a la sociedad. Pero, en una perspectiva religiosa, el creyente está inquieto por el hecho que también la Iglesia católica -ejemplo milenario de estabilidad- parece querer convertirse en «líquida». En una desconcertante entrevista, el General de los Jesuitas, el sudamericano Arturo Sosa, ha «liquidado» el Evangelio: ha declarado que las palabras de Jesús no han sido transmitidas gracias a una cinta de cassette, o a un disco, de una moderna grabadora, por lo que no sabemos lo que Él dijo realmente. Por consiguiente, podemos «adaptar» el Evangelio según los tiempos, las necesidades, las personas. De todas formas, no sabemos cuáles fueron las palabras exactas de Jesús. El mismo Sosa afirma que no ama la palabra «doctrina», por lo tanto, tampoco los dogmas, porque «son palabras que recuerdan la dureza de las piedras», mientras que la fe cristiana debe ser dúctil, adaptable. En resumen, también ella debe ser «líquida». A la salud, obviamente, de Cristo, que quiso que su Iglesia se fundara sobre una piedra. Pero otro jesuita, también éste sudamericano, nada menos que el propio Papa, en una de las muchas entrevistas que concede a las personas más diversas, en los lugares más distintos -en el avión, en la plaza San Pedro, por la calle-, ha repetido el que es uno de los puntos fundamentales de su estrategia de enseñanza y de gobierno: «La tentación católica que hay que superar es la de la uniformidad de las normas, su rigidez; es necesario, en cambio, juzgar y valorar caso a caso». El término que el Papa Francisco utiliza más a menudo es «discernimiento»: es una antigua tradición de la Compañía de Jesús que, sin embargo, hasta ahora no había llegado a «interpretar» libremente el dogma, según las situaciones, como en cambio ha sucedido en algunos documentos oficiales firmados por el Papa, y que han suscitado la perplejidad (por utilizar un eufemismo) de algunos cardenales.
Pues bien: con la debida humildad, me parece que una elección como ésta es errónea y perjudicial para la Iglesia. Me parece que, más bien, sería necesario justo lo contrario. En un mundo «líquido», en el que todo se trasforma en incierto, precario, provisional, lo que toda la humanidad necesita, y no sólo los creyentes, es precisamente la estabilidad y la firmeza de la Iglesia católica. Estos dogmas como piedras, por los que el General de la Compañía de Jesús siente alergia, podrían y deberían convertirse para muchos en un asidero sólido, en una sociedad que se disuelve y tiende a deshacerse caóticamente. No es casualidad que los hombres, amenazados por la inestabilidad del agua, busquen desde siempre, aunque hoy en día más, un puerto seguro donde el agua esté tranquila. Necesitamos certezas confirmadas y defendidas, no opiniones innumerables y cambiantes. Uno de los símbolos de la Iglesia católica es una encina vigorosa, firmemente arraigada en el terreno. ¿Es realmente beneficioso para la fe sustituir la encina por una caña que se doblega en cualquier dirección, ante cualquier soplo de aire, cualquier deseo o moda humana? Tal vez sea éste el momento de redescubrir, aplicándolo a toda la Iglesia, el antiguo y hermoso lema de los cartujos: «Stat crux dum orbitur volvit», «la Cruz permanece firme mientras el mundo gira». La firme claridad del catecismo es más necesaria que nunca, más que los infinitos y siempre cambiantes «en mi opinión», más que los innumerables pareceres de los que está lleno el mundo. El protestantismo ha seguido este camino y la historia ha demostrado adónde lleva. Por desgracia, como es habitual, la historia no es magistra vitae.

Violencia ortodoxa

Nos indignan, con razón, muchos aspectos bárbaros y liberticidas del islam. Pero pocos saben que hay un cristianismo que, en ciertos aspectos concretos, se asemeja al comportamiento de quien sigue ciegamente el Corán.
En la Rusia de los zares, es decir, anterior a 1917, las conversiones al catolicismo constituían un reato gravísimo, comparable a la deserción en la guerra o al parricidio. Abandonar la tradición ortodoxa por cualquier otra religión -aunque fuera una confesión cristiana- estaba castigado por el estado con la confiscación de todos los bienes, la pérdida de los derechos civiles, de los títulos nobiliarios para quien los tuviera, y preveía la reclusión para el resto de la vida en un monasterio o el exilio en Siberia, del que pocos volvían vivos. Entre los rusos, también ilustres, que vivían en el extranjero, se verificaron muchas conversiones al catolicismo y también, aunque con menos frecuencia, al protestantismo: esto significaba no volver nunca más a la patria para no ser arrestados en la frontera. Pero significaba también represalias penales sobre la familia del «traidor». No estamos lejos, por lo tanto, de la condena a muerte de los musulmanes para quien abandona la umma, la comunidad islámica, la «iglesia» de los creyentes en Mahoma, último profeta.
La violencia ortodoxa procede de una concepción similar a la de los musulmanes, es decir, la estrecha unión entre estado e Iglesia, un vínculo inextricable, la complicidad entre autoridades civiles y religiosas. El cisma oriental es hijo de Bizancio, donde no existía distinción entre César y Dios. No hay que olvidar que los Concilios los pedían, convocaban y orientaban – si no los dirigían- los emperadores de Constantinopla, a los que la Iglesia estaba subordinada desde el principio.
Este esquema fue aplicado también por los zares de Moscú y, después, de San Petersburgo, jefes también religiosos, acostumbrados a dar órdenes a la jerarquía ortodoxa, hasta el punto de obtener de ésta la ruptura del secreto de confesión si el pecador había confiado cosas que podían dañar a la monarquía absoluta. Nos causó asombro que, tras la caída de la Unión Soviética, la Iglesia rusa no pidiera responsabilidades a los comunistas por la terrible persecución religiosa que llevó, entre otras cosas, al asesinato de al menos 20.000 sacerdotes y a la destrucción del 90 por ciento de las iglesias. El hecho es que cuando el régimen soviético después de Jrushchov -de aspecto amable, pero en realidad sanguinario perseguidor de lo que quedaba de la Iglesia-, abandonó el programa de aniquilamiento total de toda religión, lo poco que quedaba de la ortodoxa retomó su tradición milenaria: ser dócil escudera del poder político de la época. Si, a la caída de la URRSS, el régimen caído no rindió cuentas fue debido, precisamente, al estrecho vínculo que éste tenía con las autoridades religiosas. Toda la jerarquía había sido nombrada por las autoridades comunistas, a las que obedecían. Para la pequeña Iglesia superviviente no era ciertamente posible pedir cuentas por las masacres y las terribles persecuciones sufridas a la déspota jerarquía de la que dependía, y a la que servía con total fidelidad. Ahora, siguiendo su vocación y su historia y sin ni siquiera aludir a su trágico pasado bajo el régimen soviético, la Iglesia rusa está vinculada a Vladimir Putin y, en el futuro, lo estará a los poderosos que le sustituirán.
Por lo tanto, no estamos lejos, también en esto, de la perspectiva islámica, donde no hay distinción entre religión y política, entre fe y estado.

Anabaptistas

Hemos visto la intolerancia demostrada por los zares y su Iglesia hacia quienes no adherían o abandonaban el culto de estado. Ya que estamos hablando de ello, vale la pena hablar de algo que leo en un pasaje que encuentro por casualidad. Es un episodio histórico no sospechoso de manipulación apologética católica: efectivamente, se puede leer en «Riforma», el semanal oficial de la Comunidad Valdense y de Comunidad Metodista. Trata sobre los anabaptistas, que radicalizaron la predicación de los primeros tiempos del protestantismo y se negaban a bautizar a los niños, porque consideraban que el bautismo podía ser administrado sólo a quien fuera capaz de asumir conscientemente un compromiso de fe. A nivel lógico  no estaban equivocados: si, como afirmaban Lutero y Calvino, la salvación procedía únicamente de elegir a Cristo y de ser fiel a su enseñanza, ¿cómo se podía pretender esta adhesión por parte de los recién nacidos? Estos predicadores «heréticos» se caracterizaban también, según los otros protestantes (que rápidamente crearon una copia de la aborrecida Inquisición católica), por ser pacifistas y rechazar la violencia: se negaban a llevar armas y eran contrarios a todo tipo de guerra. Pero, lo sabemos, los buenos sentimientos, cuando son llevados a la práctica, no obtienen necesariamente buenos resultados. Dejemos la palabra a la pastora protestante que, en el periódico que mencionaba antes, evoca los hechos de esa época: «Mientras el anabaptismo comenzaba a difundirse de manera significativa, algunos anabaptistas abandonaron la no violencia y se apropiaron con la fuerza de Münster, ciudad católica de Renania, donde impusieron el bautismo a todos los ciudadanos adultos. Quienes rechazaban esta violencia fueron expulsados de la ciudad, como también quienes no querían compartir los propios bienes con los otros ciudadanos, o leer libros distintos a la Biblia, único texto que no quemaron». Los historiadores hablan de «sevicias abominables» infligidas a los católicos disidentes y recuerdan que, al haber proclamado la poligamia, el jefe de los anabaptistas, tras decir que había recibido el permiso del Cielo mediante una visión (exactamente como había hecho Mahoma respecto a las esposas: máximo cuatro para todos los musulmanes y para él, por una concesión especial de Alá, un número ilimitado de consortes y concubinas), quiso para sí catorce mujeres, obviamente elegidas entre las más jóvenes y hermosas de la desventurada ciudad. En resumen, aquí también, una especie de escenario «islámico».

¿Y qué pasa con Andalucía?

Tras la masacre en las Ramblas de Barcelona, nos hemos preguntado por qué España es un objetivo privilegiado para el terrorismo islámico. Pues bien, basándose en la historia, las razones serían dos. La primera es que los españoles son los últimos europeos que aún tienen dos posesiones -aunque de pocos kilómetros cuadrados- en territorio africano, islamico por añadidura: las ciudades de Ceuta y Melilla, en las costas de Marruecos. Las ciudades -ambas con unos 80.000 habitantes- son propiedad española desde hace siglos (fueron bases para combatir, ¡qué casualidad!, la piratería sarracena) y su población está formada casi toda ella por españoles. Pero, como bien se sabe, los fieles del Corán dividen el mundo en dos partes: la parte de la paz, musulmana, y la de la guerra, en la que está todo el planeta que aún no está sometido a la media luna. Para ellos es intolerable la existencia de esos dos «tumores de infieles» dentro de un país que es «suyo». Éste es el motivo de la larga y violenta polémica con Marruecos, pues España se niega a ceder los territorios, recordando que la población, las costumbres, la lengua y la religión de Ceuta y Melilla son, desde hace siglos, españolas. Mientras tanto, las dos ciudades están en estado de asedio, cerradas por un doble cercado de alambre espinado, no sólo para evitar un repentino ataque militar marroquí, sino también para no facilitar el acceso a multitud de africanos subsaharianos que esperan encontrar en ese pequeño territorio, formalmente europeo, un trampolín para pasar al Viejo Continente. Es una situación explosiva, de la que se habla poco no sólo en Italia, sino también en Europa: y es un error porque aquí, en las costas africanas, hay un foco encendido que alimenta el orgullo homicida del terrorismo.
La otra razón que puede explicar el furor de los terroristas es más conocida. Desde hace siglos persiste, en todo el mundo musulmán, la nostalgia por la pérdida de Al Andalus, como llamaban a la totalidad de España. En particular, la nostalgia es por la región que, no es casualidad, se llama Andalucía, región privilegiada por su clima, el agua, sus productos agrícolas, sus ciudades, sus dinastías, a menudo famosas, no sólo por las armas, sino también por la cultura. Pero no se trata sólo de nostalgia, sino más bien, para los musulmanes practicantes, de la necesidad religiosa de volver a esos lugares: de hecho, para ellos cualquier lugar en el que se haya practicado el culto islámico no puede ser propiedad de los infieles. Al no poder volver con las armas (al menos por ahora), parece que los devotos quieren prepararse a la reconquista intensificando la inmigración, a menudo clandestina, de seguidores del Corán e invierten en Andalucía grandes sumas de dinero para comprar tierras, industrias, casas. Mientras tanto, las bombas estallan aquí y allá en España, con el fin de demostrar que el islam no ha olvidado una tierra que fue suya durante siete siglos y que espera volver a recuperar.
Naturalmente, después de cada atentado los políticos y los medios de comunicación derrochan palabras hablando de resistencia, de la voluntad de defender los valores de Occidente. Dejemos de lado el discurso de los «valores», que nos llevaría a decir cosas embarazosas, como preguntarse (con todo respeto por los 12 muertos) si realmente eran «valores» los de un periódico blasfemo, obsceno incluso más que vulgar, y cínicamente nihilista como Charlie Hebdo. Centremos el discurso en la «defensa». Y descubriremos que suceden cosas extrañas, como la de la bandera adoptada por Andalucía, como hicieron también las otras comunidades autónomas tras la muerte de Francisco Franco, cuando España fue dividida. La bandera actual fue diseñada, en los primeros decenios del siglo pasado, por Blas Infante, uno de los iniciadores de un «nacionalismo» andaluz, para que marcara la diferencia de esta tierra respecto de las otras tierras españolas. Según muchos estudiosos, Blas (que parece ser tenía ascendencia «mora»), durante una estancia en Argelia, se convirtió al islam. Sea cierto o no, el hecho es que la bandera que elaboró es una exaltación del Al Andalus musulmán. La bandera, efectivamente, consta de tres franjas horizontales de dimensiones iguales: las franjas superior e inferior son verdes, mientras que la central es blanca. El mismo Blas Infante explicó el significado de los colores que él eligió: el verde (color, entre otras cosas, prevalente en el islam) en honor del poderoso califato de los Omeyas, del siglo X. El blanco, en cambio, recordando al imperio almohade del siglo XII, bajo el cual el credo anunciado por Mahoma alcanzó su máximo esplendor.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Quiere Andalucía, cristiana de nuevo desde hace cinco siglos gracias a una larguísima reconquista, contrastar el posible retorno violento de los moros agitando una bandera que exalta sus mayores glorias y que expresa nostalgia por la sumisión a la media luna?

fuente:  https://infovaticana.com/2017/11/19/iglesia-firme-una-sociedad-liquida/

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