lunes, 24 de marzo de 2014

En un carguero a África



En esta quinta etapa, la expedición da el salto al continente africano vía Israel, no sin antes explorar la bella e inquietante Capadocia y escuchar, desde un campo de refugiados sirio, el estrudendo de la guerra.
Javier Brandoli
Era tal el aguacero que caía sobre nosotros en el puerto de Mersinque la mayor alegría no fue tras todos los problemas encontrar información válida de un barco que nos llevara de Turquía a Egipto, sino entrar por fin en el coche para secarnos. «Debéis ir aIskenderun y allí sale vuestro barco a África», nos confirmaron por varias vías. Y allá fuimos, a una ciudad cercana a Siria, para descubrir que cada vez que nos adentrábamos más en Asia el país se hacía algo más humilde y más musulmán.
Desde la carretera observamos casas de lona de plástico en las que vivían familias que se dedicaban a pastorear la vida. Luego llegamos al desolado y gigante puerto de Iskenderum donde por fin compramos nuestros billetes y nos aseguraron que el próximo sábado saldríamos en un carguero que nos llevaría a Damiatta, Egipto, en 24 horas.
Era lunes y por tanto teníamos casi una semana para perdernos y decidimos ir a visitar la Cappadocia. Cuando llegamos nos pareció tan distinto todo que dimos por bueno haber gastado una semana de viaje para poder ver rocas naturales con forma de dedos en las que anidan personas. Nos alojamos en Gomere, en el Turquaz Cave Hotel, donde nos acostamos en una cueva y nos despertamos en un globo. Fue a las seis de la mañana cuando comenzaron a aparecer inmensas pelotas de aire que rodeaban nuestra terraza. Ahí estábamos nosotros con un té caliente, replegando legañas, en un mundo que parecía flotar.
Goreme es la ciudad más interesante de aquel singular entorno. Sus casas se confunden entre las rocas y desde allí se visita el museo al aire libre, donde se suceden iglesias bizantinas en las entrañas de unas montañas en la que los hombres pintaron paredes y elevaron altares allá por los siglos XI y XII.
Luego uno se pierde con el coche entre aquellas extrañas formaciones geológicas del entorno, pasea entre tiendas de alfombras y se detiene cada hora a comprobar si aún existe el llamado castillo de Urchisar, el punto más alto de la región, y donde se trepa una montaña de la que cuelgan puertas y ventanas. Hoy la mayoría de esos habitáculos son casas de palomas que usan los agricultores para recoger sus excrementos y fertilizar sus tierras.
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