AUTORA , MARIA SANCHEZ
Se dice que las vacaciones están destinadas para ayudarnos a recargar las pilas, aunque luego suframos el moderno “síndrome vacacional”
Con mucho tiempo de antelación vamos haciendo planes; barajamos entre playa, campo o viaje. Los que más disfrutan de todo esto son, como siempre, los niños. Ellos también dan su opinión, aunque en el fondo les da igual el destino que elijan los padres, lo que les importa es que estarán tres meses sin ir a clase y pasándolo pipa.
Hoy, a pesar de la crisis, son muchas y variadas las ofertas de las que disponemos para elegir lo que más se ajuste a nuestro gusto y economía.
Entre las diferentes ofertas donde podemos elegir, sin que el presupuesto se nos salga de madres, están; los viajes, las estancias en apartamentos o los hoteles donde todo está incluido.
Las amas de casa se inclinan por éstos últimos y la razón es evidente. Saben que si eligen el apartamento les toca; preparar las maletas, hacer la compra, donde no puede faltar la caja de leche y el saco de papas, llegar y colocar todo, y lo peor continuar metidas en la cocina donde sigue elaborando la comida para toda la familia.
Si a todo esto se le añaden las típicas visitas de amigos o familiares que no se acuerdan de nosotros durante todo el año pero, cuando estamos en el sur sienten la imperiosa necesidad de hacernos una visita, es comprensible que la señora refunfuñando comunique a su querida familia “para este viaje no necesito alforjas y el próximo año me quedo en mi casa”
Como digo anteriormente hoy tenemos mucho donde elegir: más comodidad, mejores y variadas maneras de entretenimiento he incluso disfrutamos de más salubridad que antaño. Sin embargo hay momentos y vivencias que aún llevamos en el recuerdo los que, siendo niños, no tuvimos la suerte de ir a un apartamento u hotel.
Del mismo modo que los niños de esta generación, yo también deseaba que llegaran las vacaciones para ir con mis padres a la playa, claro que existían algunas diferencias entre aquellas y las de ahora. En primer lugar ni proliferaban los hoteles como hoy ni mis padres, aunque los hubiera, podían permitírselo. Nuestro apartamento era de pobres, sin agua ni luz pero tenía su encanto particular.
Sus paredes las formaban unos enormes “enceraos” (lona fuerte y gruesa que se usaba para cubrir la carga en los camiones). Algún amigo prestaba a mi padre uno de estos enseraos y, él con mucha maña y esfuerzo, preparaba lo que durante un mes sería nuestra residencia a pie de playa.
Con cajas de tómate se formaba el muro de la cocina y una gran palangana de pisa servia de fregadero. Mi madre, para hacer la comida, usaba una cocinilla de petróleo aquella con la que te pasabas mediodía dándole fuelle y destupiéndole el quemador para que la comida se hiciera.
A los pocos días, mayores y niños terminábamos siendo amigos. Los pequeños para jugar y pelearnos, mientras los adultos terminaban siendo una gran familia y cada caseta era una pequeña tienda donde ibas a pedir desde un poco de petróleo hasta el destupidor. No sé por que extraña razón éste siempre se perdía o terminaba por romperse el alambre cuando más prisa tenía mi madre para acabar la comida.
De todas estas vivencias hay dos que perduraran en mi memoria mientras viva. Una es el olor del carburo. Este se usaba para tener un poco de luz por la noche y yo, a escondida de mi madre, lo olía como el mejor aroma jamás conocido.
Para aquellos que no lo conocieron les relato, brevemente, como era nuestra maravillosa lámpara de carburo.
Se trataba de un aparato de dos cuerpos. En la parte baja se ponía el carburo y el cuerpo superior se llenaba de agua. La intensidad de la luz era controlada por medio de una llave que hacia caer el agua en mayor o menor cantidad.
La otra nostalgia que guardo de mi niñez es el haber podido contemplar, desde mi cama cada mañana, la salida del sol por el horizonte. La sensación que se siente cuando vemos esa enorme bola de fuego salir poco a poco del agua es indescriptible.
De igual manera disfruté de muchos ocasos, viendo cambiar a las nubes de color. Si se ponían rojas decíamos “la Virgen está planchando” Cada amanecer o anochecer era totalmente diferente al anterior.
Esto por muchas comodidades que se tenga en un hotel o apartamento es difícil vivirlo, salvo que estés a pie de playa.
Otro de los recuerdos entrañables de aquellas vacaciones, era el momento del juego con los amigos. Recuerdo que nos íbamos a los charcos en busca de bullones, estrellas de mar y algún burgao. Nuestra inocencia era tan grande que, al no tener caña de pescar, vaciábamos el charco a fuerza de sacar el agua con las manos. Terminábamos exhaustos y con el pescado medio muerto. Lo malo de todo esto es que, al llegar a la caseta con la gran pesca, mi madre lo tiraba diciendo que ese pescado no se comía. ¡Menuda decepción!
Uno de nuestros juegos favoritos era ayudar a los pescadores a jalar por el chinchorro, coger aquellos troncos con los que arrastraban la barquilla o meternos en medio para que nos dieran pescaditos chicos.
A todos estos recuerdos se unen los baños en el mar. Los intentos por ver quien permanecía más tiempo bajo el agua, o quien nadaba más lejos. Otro momento importante era la hora de la merienda. No podía faltar el pan con chorizo, (los de Anita Maro) lógicamente, el pan con mantequilla y azúcar o los bocadillos con mermelada que elaboraban nuestras madres. La mía por ejemplo la hacía de tomate. Jamás he vuelto a comerla tan buena ni con aquel sabor tan especial.
Y por último teníamos los juegos después de la merienda. El escondite, el clavo, o el de la montaña de piedras, donde había que ir quitando una a una sin que cayeran las otras.
Pero lo mejor de todo era la noche. Después de la cena se reunían los mayores a conversar. Los niños teníamos prohibido estar cerca de ellos pues siempre nos espantaban diciendo “Esto es conversaciones de mayores”
Ya acostada en la cama, o mejor dicho en el colchón de crin, me quedaba dormida escuchando el murmullo de las olas, a la vez que deseaba que llegara el día para ver asomar el sol por el horizonte.
Los niños hoy pasan sus días de playa pegados a una tablet o un móvil de última generación. Pero, esto es lo que a ellos les ha tocado vivir.
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