sábado, 28 de noviembre de 2020

Esas caras con los sueños rotos

                                   

por juanglujan

 No sé su nombre, pero intento adivinar la edad de esa muchacha vestida con la melhfa cuyo rostro cubre una mascarilla. Mi hija tiene 15 años, ella unos pocos más. Está descalza, se le ve cansancio en la mirada, la tengo a tres metros de mí cuando se acerca a un guardia civil y le pregunta algo.

 El guarda civil le responde con palabras y con gestos, ella parece que entiende, una guagua vendrá a buscarlos, vuelve a sentarse en las gradas de piedra junto a sus 20 compañeros de viaje.

Uno puede acostumbrarse a las imágenes de migrantes junto a una barquilla que abren los telenoticias, o a las fotos de una multitud amontonada como sacos de papas en el asfalto de un muelle, incluso uno se acostumbra a los rostros (en el sentido de caras=carotas) de ministros que pontifican sobre fronteras  y anuncian persecuciones a mafias de traficantes de personas después de reuniones en despachos enmoquetados de Rabat donde la expresión “Derechos Humanos” no está en el diccionario de los interlocutores. Incluso uno podría acostumbrarse a ministros  que  solo encuentran tiempo para visitar las colonias cuando la agenda está holgada o cuando toque campaña electoral. Uno se acostumbra a todo eso, porque son muchos años de oficio poniendo el micrófono a ignorantes ilustrados.

Pero no se me va el rostro de esa muchacha y de sus compañeros de viaje que este lunes llegaron a la costa de Pozo Izquierdo.  Cuando me enteré abandoné mi despacho y fui a verlos llegar. Paradojas de la vida, estaba revisando una nota de prensa que anunciaba  que la obra “Me llamo Suleiman” se representará en el teatro Víctor Jara el próximo 10 de diciembre con motivo del Día Internacional de los Derechos Humanos. Con la excelente  interpretación de Marta Viera, la novela que escribió el admirado y recordado Antonio Lozano y que adaptó con maestría Mario Vega, cuenta los miedos y peligros que vive un niño de Malí, Suleiman, que decide marcharse junto a su amigo al paraíso europeo.

 En las playas de Noadibú hablé con senegaleses, gambianos y de otros países que querían echarse al mar, algunos lo iban a intentar por tercera o cuarta vez, sabían que se lanzaban a un sueño o a la muerte. Ayer los vi llegar, con sus caras de sueños rotos. No sé el nombre de esa muchacha, pero se podría llamar Suleiman. Llegó Suleiman dos semanas antes de lo previsto y a la hora que escribo estará sentada junto a otros cientos de Suleiman con mascarillas de varios días en el asfalto de Arguineguín.  En esas mismas gradas de Pozo Izquierdo he visto a muchachos de su misma edad ilusionados por entrar en el mar buscando una medalla deportiva.

No hubo medallas para estas 21 personas que desafiaron al mar en una pequeña chalana que podía haberse quedado sin combustible en el trayecto, o haberse volcado en el océano en un golpe de mar y estos pibes con caras de sueños rotos hubieran sido dos decenas más de cadáveres no identificados en el cementerio del Atlántico. Pero tuvieron suerte, y la única celebración que pueden hacer es llamar a la familia y decirles que están vivos. No hubo medallas para estos muchachos, apenas unas mascarillas y media docena de botellas de agua que les trajo una vecina de Pozo Izquierdo. Debo regresar al trabajo, como escribió Miguel Hernández “Voy de mi corazón a mis asuntos”, cada uno a lo suyo, los ministros a mentir, los políticos canarios a lamentarse, a escribir tuits desde los coloridos despachos  o hacer visitas electorales al muelle de la vergüenza.

@juanglujan

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