Marisol Ayala
Tuvo una vida de
lujos, chófer, jardinero, asistentas y una casa tan grande que un día,
cuando decidió que no conduciría más, metió el coche en un trastero del
jardín y lo tapó con una lona.
Allí lo aparcó durante años hasta que un
nieto se lo pidió. Vivió su juventud confundiendo la noche con el día.
Sus cinco hijos recordarán siempre una frase suya. “Sé cuando salgo,
pero no cuando entro”. Siempre fue una “jipienta”, libre como el viento.
En los roperos no había ni una pieza negra, todo alegría y colorines.
Sus hijos nunca le hicieron mucho caso, se avergonzaban de ella, y cada
vez se distanciaban más. “Mamá se ha vuelto loca”, alegaban, y para
sostener esa afirmación recordaban que un día se encontraron en el
jardín a un negro y se hicieron amigos. Merodeaba por el barrio
recogiendo matojos. La economía de Dolores era buena. Presumía de no
haber trabajado jamás. Encargaba comida y casi sin darse cuenta fue
metiendo al negro en su vida. Hacía tareas, la cuidaba, la entretenía y
cuando necesitó quien le echara una mano lo eligió a él. Le preparó una
habitación en un rincón del jardín y allí vivió unos años. Un día sonó
el timbre. Era una de las hijas de Dolores. Discutieron. La visita duró
apenas nada. “Y a éste lo echas a la calle”, le gritó. Con 86 años la
mujer no estaba para peleas. Días después llamo al jardinero y le
propuso matrimonio para poder protegerlo en la herencia. No quería que
sus hijos disfrutaran de sus propiedades así que llamó a un abogado y
escrituró a nombre de su amigo todo lo que legalmente podía. Algo
alcanzó.
Una tarde escribió una carta con cinco copias. Así se enteraron los hijos que mamá se había casado y no por amor.
“Nadie merece lo mío más que Saúl”, dijo antes de morir.
fuente: https://marisolayalablog.wordpress.com/
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