jueves, 31 de enero de 2019

El problema de un ‘Papa de izquierdas’




Su Santidad no ha apoyado al episcopado venezolano, que ha declarado ilegítimo el gobierno de Nicolás Maduro. Alega la necesidad de una equidistancia que ha ignorado en demasiadas ocasiones.

“Solo quiero una solución pacífica”, afirma el Santo Padre sobre la dramática crisis venezolana. “Doy mi apoyo a todo el pueblo venezolano, que está sufriendo: si empezase a decir “prestad atención a estos países o a aquellos”, entraría en un papel que no conozco y sería una grave falta de prudencia pastoral de mi parte”.


Desgraciadamente, la prudencia no es la virtud que más destacan los comentaristas, ni siquiera los más entusiastas, del Papa Francisco. Ha opinado, y lo ha hecho con claridad y firmeza, en multitud de asuntos opinables, demasiados como para que resulte demasiado creíble esta salida.
Sea o no prudente su postura -y eso es perfectamente opinable-, lo cierto es que Francisco no ha disimulado en estos años sus preferencias políticas y personales por regímenes y gobernantes de un determinado color político, igual que ha mostrado una hostilidad apenas velada por sus contrarios.
Confundir fe y política es un enorme disparate, y no solo porque es equiparar lo efímero con lo eterno, lo esencial con lo accidental y lo cierto con lo opinable, sino porque las propias palabras tienen en un campo un significado totalmente distinto al que expresan en el otro.
Tomemos, por ejemplo, el caso de la palabra ‘tradición’. En política, los conservadores que quieren mantener las tradiciones con preferencia a las novedades pueden tener razón o no, pero se refieren a tradiciones con minúsculas, formas de hacer las cosas que, al final, son de suyo cambiantes. Para un católico, en cambio, Tradición -con mayúscula- no hace referencia a costumbres asentadas, sino a una fuente de la Revelación, en la misma categoría que la Escritura.
Un conservador, en política, puede mantener esta ‘tradición’ y deshacerse de esta otra, y obtener como resultado final un programa más o menos coherente y defendible. El católico no puede hacerlo, porque si algo que la Tradición presenta como verdad no lo es, entonces todo el edificio se desploma y el cristianismo pasa de ser un mensaje del mismo Dios, que no puede engañarnos, a convertirse en una opinión. En ese sentido, no hay católicos ‘tradicionalistas’ porque todos lo somos.
El Papa Francisco confesó que jamás había sido ‘de derechas’ al inicio de su pontificado, en una de las incontables entrevistas que ha concedido en este tiempo, y desde entonces no ha hecho otra cosa que confirmarlo. Fue un error, es un error, pero que hubiera sido igualmente erróneo si se hubiera declarado liberal o conservador. Jorge Mario Bergoglio puede tener cualquier opinión política compatible con la fe, pero como sucesor de Pedro eso debería ser irrelevante. Y, desgraciadamente, no lo es.
Hay dos presupuestos que esgrimen los entusiastas de la ‘renovación’ abanderada por Francisco contra quienes la criticamos que embarran el debate y enturbian el juicio y hacen que una cuestión que afecta a la vida eterna quede enfangada en la pugna política más estrecha, relativamente trivial.
El primero es atribuirnos odio. Seríamos, así, hipócritas llenos de bilis que en nuestro fuero interno nos regocijamos escandalizándonos y que deseamos que Francisco fracase y, por decirlo vulgarmente, que le crezcan los enanos. No puedo hablar por todo el mundo, solo por mí y por la gente que conozco, y no hay nada más ajeno a nuestro ánimo que esa idea. Francisco es Pedro, es el Vicario de Cristo, y nada deseamos más fervorosamente que poder aplaudirle, seguirle y acompañarle.
Pero el segundo es más insidioso, porque nos achaca lo que ellos mismos profesan, es decir, la acusación de que nuestra crítica es consecuencia de nuestras ideas políticas. Atacamos el proyecto de Francisco porque es de izquierdas, y nosotros somos de derechas. Somos rígidos burgueses de corazón endurecido en los que no resuena el mensaje evangélico de preferencia por los pobres, por los necesitados, por aquellos a los que el mundo desprecia, por “los que lloran”. Y ahí sí que no.

Si mañana Francisco anunciara su intención de proponer como nuevo mandamiento de la Iglesia, a la par con la asistencia a la misa dominical o la abstinencia cuaresmal, que todos los católicos tenemos que dedicar el domingo a atender personalmente a los sintecho, podría sorprenderme el gesto, pero no me escandalizaría en absoluto ni tendría ningún ‘pero’ importante que oponerle.
La atención a los pobres y a los marginados no enfurece a ningún católico, ni podría hacerlo. Está en la raíz de nuestra fe, y de hecho es lo que, con todos sus errores, distingue la civilización cristiana de las basadas en otras cosmovisiones.
Pero el Papa no nos ha pedido eso, ni tampoco ha dado instrucciones para que la APSA, la inmobiliaria de la Santa Sede, ceda a los sintecho sus más de cinco mil propiedades, valoradas en una fortuna fastuosa. No: lo que hace es defender una política concreta que no solo deja en manos de los Estados la atención a los necesitados -eliminando, por tanto, la voluntariedad necesaria para cualquier ejercicio de virtud-, sino que, por lo demás, no ha demostrado históricamente ser especialmente eficaz en su propósito, más bien todo lo contrario.
Todo eso, sin embargo, es un asunto menor, al menos desde el punto de vista del creyente. El núcleo, lo alarmante, no es en absoluto que Su Santidad apoye personalmente regímenes con un penoso historial. Algo más es que comprometa en su defensa una dignidad que debería estar por encima de esos asuntos, pero ni siquiera eso es lo más preocupante. Lo verdaderamente serio es que transmita una visión no solo ‘magmática’ y fluida de la Iglesia, sino la idea de que un Papa puede cambiarle el rumbo, del mismo modo que puede hacerlo un gobernante con su país o un CEO con su empresa.
Es la propia expresión, que va cobrando actualidad, de ‘la Iglesia de Francisco’, de una nueva Iglesia. La roca de las tormentas que ha sido siempre la Iglesia, en perpetua pugna con el siglo y sus modas ideológicas cambiantes, convertida en un líquido sentimiento de fraternidad que corre detrás del mundo incrédulo imitando sus dogmas.
fuente:  https://infovaticana.com/2019/01/30/el-problema-de-un-papa-de-izquierdas/

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