Con cuantas ganas expresaríamos esta frase
cuando, sentados delante de la televisión, vemos algunos de esos programas que
no tienen ni pie ni cabeza ni hay por donde cogerlo pues solo escuchamos a unas
mujeres y hombres vociferando como locos.
Solemos emplearla con frecuencia cuando los
señores políticos y políticas nos quieren llevar a su terreno con cantos de sirena
sobre todo en los meses anteriores a las elecciones. Al oír tanta perorata le
damos al botón del on en la tele mientras decimos “vete pal carajo”.
Como no
podía ser menos la pronunciamos, aunque sea por lo bajini, cuando nos
encontramos con el conocido de turno que nos quiere sacar hasta la cera de los
oídos, eso sí con mucho disimulo, pero deseando que le contemos con pelos y
señales toda nuestra vida.
En estas y otras muchas ocasiones usamos esta
frase, unas veces como simple desahogo, y otras desde el fondo del corazón al
ver o escuchar historias que no nos convencen.
Esta frase
tiene dos connotaciones, por un lado es una de las mil y una manera con la que
se “bautiza” el órgano masculino pero no es precisamente a esta acepción a la
que me refiero, nada más lejos de mi intención.
El
carajo, aparte de esa relación sexual, era un cestillo, también conocido como
el carajo la vela pequeño que se encontraba situado en el palo mayor de las
embarcaciones desde la cual el vigía divisaba tierra u otras embarcaciones.
Era un lugar poco deseado por la tripulación
por lo incomodo de la ubicación, lugar alto, estrecho y que al estar tan alto
se balaceba en demasía. Sin embargo para el capitán era el lugar favorito para
mandar a los marineros más rebeldes que no cumplían sus obligaciones, o cometían
infracciones imperdonables.
Por ello los mandaba al carajo hasta, en
ocasiones, olvidarse de ellos por un largo tiempo. Cuando el marino bajaba lo hacía
más dócil que un gato de porcelana y con los humos bien bajos.
Por lo que lo de mandarnos al carajo, no es
tan malo como pensamos muchas veces, pero que tampoco tiene nada de bueno.
María Sánchez.
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