La esperanza aún está en la calle, en padres y abuelas que por primera vez se manifiestan contra Nicolás Maduro
Testigos y víctimas de lo peor de un paraíso acogedor que recibió a miles de emigrantes de las Islas y se ha convertido en un infierno
Asunción. Llegó a Venezuela con 14 años de la mano de sus padres. “Aunque viajé en barco fue duro. Yo no tengo malos recuerdos porque era una aventura preciosa para una niña de esa edad. Mi padre alquiló una especie de sótano que compartimos con otra familia. Mi madre cosía y hacía arepas que vendía. La recuerdo arreglando ropa y a padre vendiendo electrodomésticos. Vivimos bien, compramos una casa y hasta un carro, pero eso lo logramos con el paso de los años, ocho o diez. Nos fue muy bien. Cuando mi padre tenía 65 años decidió regresar a Canarias, a Gáldar, que era su pueblo. Fuimos a verle una vez pero eran muchos gastos y ya no lo vimos más. Con los años, ya casada, mi marido compró una casa en Caracas como inversión y nos quedamos a vivir en el Estado de Vargas, donde había muchos canarios y teníamos amigos. La casa de Caracas era un apartamento que adquirimos con la idea de alquilarla cuando nos hiciéramos mayores y así lo hicimos. Estaba en muy buen sitio, era un tercer piso. Un día aparecieron tres chicos y lo alquilamos. Pagaban bien y eso nos ayudó mucho. Una mañana viendo la tele nos enteramos de que habían capturado a dos etarras que vivían en Caracas, hablamos de mediados de los años noventa. Resultó que los chicos a los que le habíamos alquilado el apartamento eran ellos? El piso fue precintado, lo recuperamos años después pero para entonces Venezuela era un caos, la Administración otro desastre, hasta que Chávez hizo púbico aquello de que las casas que estuvieran deshabitadas podían ser ocupadas por los ciudadanos. Y así acabo todo. Mi marido falleció y yo hoy junto a mi hijo y mi nuera vivo en este país que han jodido entre todos. Sin una paga, sin nada… Pasamos hambre y miedo porque terminar con vida cada día es un milagro”, concluye.
Luis. Tenía ocho años cuando se embarcó con sus padres rumbo a Venezuela, exactamente al Estado Vargas, a La Guaira. Iban sus padres y dos hermanas de 9 y 12 años. Luis tiene grabada la imagen de su madre colocando los bultos en el barco, el olor y el ruido.
“Me tocó dormir encima de una manta al lado de la chimenea y los motores del barco. El carguero se llamaba Begoña. Cuando recuerdo aquellos días rememoro un episodio duro de mi infancia; tanto me marcó esa travesía que durante años, muchos años, tuve en los oídos el pitido de la chimenea, el ruido ensordecedor de los motores, el olor a gasoil y todo lo que se pueda imaginar. ¿Valió la pena? Sin duda, porque en Caracas encontramos a un señor canario, al parecer amigo de unos familiares de mis tías en San Roque (Las Palmas de GC) que nos hizo sitio en su casa, nos prestó una habitación y allí vivimos unos años. En esa habitación mi madre cosía y al poco tiempo mi padre comenzó a trabajar en un economato del Gobierno. Nos fue muy bien. Cada cinco años regresábamos a España y aprovechamos para viajar a Barcelona, donde también teníamos familia canaria. Los viajes a España eran duros porque sabíamos que las cosas allí no estaban bien: llevábamos regalos, ropa que ya no usábamos, etcétera. Venezuela era todo riqueza, un país alegre donde el trabajo sobraba. Hasta mediados de los ochenta aquí se podía vivir de lujo pero el Caracazo en 1989 nos metió en un callejón sin salida. Los últimos 15 años, más o menos, comenzaron a verse cosas feas en el país: violencia y algún atraco, pero nada comparado con lo de hoy. Yo tengo la imagen del Chávez golpista y no niego que le voté. Veníamos de una época tan convulsa que nos pareció capaz de hacer algo pero fue peor. Un histriónico que poco a poco se cargó la clase media y en consecuencia todo lo que ella significaba para la economía de una nación. Un país sin clase media no tiene futuro y Chávez nos robó ese futuro”. El proceso más duro que vivió Luis en Caracas fue la muerte de su hermana, víctima de una sanidad sin medios; un diagnóstico tardío complicó una patología grave que acabó con su vida. Hoy con 67 años llora por Venezuela, “una tierra que lo tuvo todo y que hoy es una ruina de la que no podemos escapar”.
Alfonso. Llegó a Caracas a mediados de los años 50. Es tinerfeño. Tenía 15 años. Viajó con su tío con la intención de abrirse camino, traerse a sus hermanas y ayudar a sus padres que se quedaron en Tenerife. Montó una imprenta y acabó siendo uno de los empresarios más reconocidos del sector. Con los años tuvo tres imprentas y una economía boyante. Dice que la nostalgia por Canarias la palió reuniéndose con isleños que con el paso de los años fueron su familia y a la inversa. Una casa lujosa, “lo que en España llaman chalé”, grande, cómoda, ajardinada en la que cada semana reunía a familiares y amigos.
En sus empresas dio trabajo a isleños: “Nos iba muy bien, de tal manera que cada año regresaba a Tenerife porque fueron 30 años de progreso. Se negociaba bien y el trabajo nunca nos faltó. Pero a mediados de los 80 comenzó a desmoronarse todo, poco a poco, pero a venirse abajo sin marcha atrás. Y ya no hablo en lo económico porque los negocios nos permitieron invertir en Tenerife pero en Caracas, donde teníamos dos fincas con seguridad privada, nos dimos cuenta de que los mismos que custodiaban nuestras viviendas eran chavistas y entonces se nos encendieron las alarmas. Los secuestros estaban a la orden del día. Estaban muy de moda. Dos amigos fueron víctimas de esos secuestros y a partir de ahí los amigos nos reunimos y decidimos que teníamos que prepararnos para un posible ataque. Una de las cosas más duras de aquellos años fue reconocer que estábamos a merced de patas en el suelo, tal como llamamos a los chavistas. Hicimos de nuestras casas un búnker hasta el punto de fabricar habitaciones como cajas de seguridad. Dormíamos en ellas, tres en cada habitación / búnker y con armas de fuego a mano. Aquello era un infierno, pero no quedaba otro remedio. Sabíamos que nos vigilaban?”
En la actualidad Alfonso, que tiene nietos venezolanos, se plantea con más determinación que nunca dejar Caracas y regresar a Tenerife. Cerrar sus empresas y huir. “Tengo hijas y nietos adolescentes a los que la juventud les impide reconocer la gravedad de la situación venezolana. Pero nos iremos. Yo creo que la próxima Navidad la viviremos lejos de aquí; no puedo poner en peligro la vida los míos. No puedo. Solo pensar en ese adiós me parte el alma. No creo en milagros y si en diez años las cosas cambian en Venezuela yo estaré muy mayor”.
veces en primera persona haciéndole temer por la vida de sus hijos.
“Se metieron en mi casa de Caracas varios encapuchados”, dice. “Estuve 6 horas encañonada”. Reconoce que su actual situación económica en Canarias le permite unos lujos que otros emigrantes isleños no tienen. Dos o tres veces al año viaja al país para ver a su gente, otear la situación y “paliar en la medida que pueda la falta de medicamentos o leche para bebés; en fin, una larga lista de carencias que tratamos de cubrir entre nuestros conocidos. En Venezuela no encuentras ni paracetamol. Imagina”, relata. Su corazón está allá, con los suyos, los que dejó en la Octava Isla. Se pasa el día pendiente de las redes y se sorprende de que un tuit (está muy presente en esa red) que informa de un acontecimiento crítico sea superado a los pocos minutos por otro que eleva la gravedad de la situación.
Cuando Ángela habla acerca del origen en que sitúa el principio del fin del Estado de Bienestar venezolano, sobre cuándo fue consciente de que su país transitaba en dirección equivocada, no tiene dudas: “1989 con El Caracazo, el juicio a Carlos Andrés Pérez y la llegada al gobierno de Hugo Chávez en todo su esplendor. A partir de ahí, Venezuela se convirtió en un país a la deriva y hasta hoy”. Pese a todo, se niega a caer en el pesimismo.
Salvador, de 69 años, vive en Isla Margarita y tiene cuatro hijos de tres mujeres y el miedo metido en el cuerpo. Llegó a la isla caribeña porque su padre tiró de él y luego de sus hermanos, niños y adolescentes, a los que había dejado en El Hierro hasta buscar casa y un trabajo en el país latinoamericano. “Es que en aquellos años”, recuerda, “en Venezuela el dinero corría, el trabajo sobraba y la gente era feliz. Después vinieron mis hermanas y ya hicimos una piña y vivimos todos juntos aquí. Unos en Puerto La Cruz, otras aquí, en Margarita, y otras en Caracas. Mire usted, las fiestas en fechas grandes como Navidad o un cumpleaños eran una cosa muy linda. Por ahí tenemos fotos todos juntos; recuerdo que mi madre hacía un ponche que nunca he olvidado, ninguno era igual al que ella hacía; fueron los sabores de nuestras adolescencia. Fiestas que nunca se repetirán”. Salvador es todo nostalgia: “Ahora esto es una prisión: ni hay libertad, ni hay comida, ni hay alegría, ni hay dinero… Hay tristeza. Y miedo, eso. Cada día voy a la cola para agarrar unos panes pero a veces estoy cuatro horas allí y cuando me toca la vez ya no queda nada. O la leche. Tengo una nietita de cuatro años y no todos los días comemos. Yo puedo pasar, pero ella no. ¿De todo lo que veo qué es lo que más me anima? Que la gente se ha botado a la calle y eso es importante porque ya no son solamente los jóvenes. Y que hasta los que estaban con Chávez antes y con Maduro hoy están en la calle con protestas. Amiga, aquí hay hambre y el hambre de unos hijos puede más que cualquier arma. Mucho más. Yo planto alguna cosa, berros o hierbas, y hago caldo, le echo papas y de ahí saco algo caliente. Dichosos los que viven en Canarias”, termina.
Todos cuentan las lágrimas del consejero de Empleo, Comercio, Industria y Desarrollo Socioeconómico del Cabildo de Tenerife, Efraín Medina (CC), cuando, recientemente, en un emocionante discurso lloró recordando las miserias que sufrió su familia en Canarias y que paliaban sus familares desde Venezuela en los años 70. “Tuve que emigrar a Venezuela en 1975 pero siempre recuerdo el cheque que desde allí venía por Navidad”, recordó Medina, que agregó: “Los hermanos de la Octava Isla piden que no les olvidemos y están clamando libertad y justicia”.
Francisco. Vive en el Estado de Vargas y fue de los últimos canarios que llegaron a Venezuela como emigrante. “Llegué un viernes, el 11 de mayo de 1970. Había tanto bienestar que cada tres años viajaba a La Gomera para ver a mis padres. Con 28 años monté una especie de restaurante donde vendía arepas y me iba muy bien. Pero yo no conocía el negocio y acabé quitándolo aunque vivía de otros trabajos, y mis tres hijos sobrevivían bien pero, poco a poco, con los años, todo se fue viniendo abajo. Llegaron unos políticos que no estaban preparados y se lo digo yo, que a pesar de todo le voté tres veces a Chávez porque prometió ayudas, cambiar lo que ya venía mal y al final? ya sabe cómo acabó todo”. Dice que nunca pensó ver esta Venezuela “donde los niños no tienen ni para desayunar y eso es horrible. Yo no soy optimista, no creo que viva para ver un país mejor. Las instituciones son calamitosas y los gobernantes un desastre. Los padres y los abuelos no comemos para que puedan comer nuestros nietos, nuestros hijos. Más espero una guerra civil que un progreso y eso, el enfrentamiento entre hermanos, es mi pesadilla. Personas muy mayores que no tienen medicamentos, ni comida, ni nada. He perdido la esperanza y si pudiera regresaría a Canarias pero es muy costoso y mi familia en Canarias tampoco puede acogernos. Somos un pueblo masacrado, asustado, que sobrevive en un túnel sin salida”.
Gabriel. Vive en Margarita con su madre y abuela. Tiene 21 años y estudia derecho. “Vivimos en una isla más aislados que el resto de los venezolanos. Si a Venezuela no llega nada a Margarita menos todavía. Yo me paso los días de cola en cola, allá donde me dicen que hay pan, aceite o leche. Pero cuando te toca comprar ya no queda nada. He visto gente pelearse por un mendrugo y eso da miedo. Yo soy joven y lo normal es que quiera salir, estar con los amigos… Pues ni eso se puede hacer. La inseguridad en Margarita es muy grande; de noche no se puede andar por la calle, así que nos reunimos en casas de amigos y no salimos de allí hasta que se hace de día. Da mucho miedo. Te pueden matar por unas zapatillas? Mira, mi día comienza a las siete de la mañana. A esa hora subo al autobús y me voy a un despacho de abogados donde soy pasante. Salgo de casa desayunado pero ya no vuelvo a comer hasta la noche. ¿Cómo paso el día? Pues comiendo chucherías, engañando el estómago porque no tenemos para almorzar. ¿Que si me quiero ir de Venezuela? ¡Claro! Me daría mucha pena pero en Venezuela no veo futuro, no hay. Lo que más me asusta es la agresividad, la violencia que vemos cada día. La única esperanza es que, por ejemplo, mi madre o mi abuela, que nunca se han manifestado, ya se han echado a la calle uniéndose a los que protestan. Y no es por una cuestión de ideales, es para sobrevivir, esperando que un día se vaya este gobierno y los jóvenes tomen el mando. De no ser así, no hay más opción que huir. He visto carreras, golpes, amenazas para quitarte una bolsa con una caja de leche. Lo que está pasando aquí es difícil comprenderlo si no lo vives día a día. El mundo ve imágenes pero yo creo que incluso esas escenas ya no llaman la atención. Son fotos fijas”. Su celular se queda mudo. Al rato llama solo para decir: “Dígale al mundo que no nos deje solos, por favor”.
https://marisolayalablog.wordpress.com/2017/05/21/canarios-en-un-pais-al-borde-de-la-guerra-civil/#more-325
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