domingo, 31 de enero de 2016

Cazadores de colmillos


En la prehistoria, los habitantes del Ártico ruso cazaban mamuts lanudos para obtener su carne. Hoy los buscan por sus valiosos colmillos.
Karl Gorójov lleva cinco meses persiguiendo a su presa prehistórica por una isla desolada del mar de Siberia Oriental. Durante 18 horas al día recorre con dificultad la tundra helada. Tiene frío y está agotado, y la desgarradora sensación de hambre lo ha llevado a alimentarse de gaviotas. Incluso los dos osos polares que atacaron su campamento estaban famélicos; el estómago de los animales, que abrió en canal tras matarlos de un tiro, estaba vacío. 
Gorójov, un hombre de 46 años con las mejillas cuarteadas por el viento y una barba cobriza y desaliñada, parte todos los días dejando atrás las nueve tumbas próximas a su campamento: el lugar donde, según cree, descansan las desdichadas almas que fueron a la isla para escapar del Gulag soviético.
Las ventiscas de finales del verano empiezan a azotar con fuerza la isla Kotelni, 1.000 kilómetros al norte del círculo polar Ártico, y se avecina el frío intenso de otro invierno septentrional. Empiezan a picarle los dedos y las palmas de las manos. Es un «buen augurio», en palabras del propio Gorójov. El picor suele aparecer cuando está a punto de encontrar lo que busca: los colmillos de marfil de un mamut.

Estos gigantescos animales peludos vagaban por el norte de Siberia a finales del pleistoceno y se extinguieron hace unos 10.000 años, aunque algunos grupos aislados permanecieron en distintas islas del norte y el este, hasta que los últimos perecieron hace unos 3.700 años. Sus curvados colmillos, que podían llegar a medir más de cuatro metros de longitud, están empezando a emerger del permafrost. Y con su aparición, dan alas a un comercio beneficioso para los habitantes de la Siberia ártica, entre ellos los yakuto, un pueblo asiático de origen turco. Gorójov, pionero en la caza de colmillos, lleva más de un decenio explorando una de las extensiones más inhóspitas del planeta. Ahora peina la tundra hasta que casi tropieza con la punta de un colmillo. «A veces aparece sin más delante de tus narices», afirma.

Gorójov tarda casi un día, sin dejar de cavar, en extraer el colmillo del hielo mezclado con guijarros donde está incrustado. La pieza que emerge es gruesa como un tronco, pesa 70 kilos y está en un estado de conservación casi perfecto. Antes de retirarlo, deposita un pendiente de plata en el agujero que ha cavado, a modo de ofrenda para los espíritus del lugar. Si logra llevar hasta su casa sin incidentes la prehistórica reliquia, podría venderla por más de 45.000 euros.

El comercio de marfil de mamut apenas existía cuando Gorójov nació en 1966. Recuerda que de niño veía colmillos medio podridos en las riberas del río Yana, cerca del pueblo pesquero donde nació, Ust-Yansk, en el norte de Siberia. La libre empresa estaba prohibida en la Unión Soviética, y para muchos lugareños daba mala suerte tocar los colmillos, que según sus creencias pertenecían a criaturas parecidas a topos gigantes que vivían bajo el permafrost.

Aun así, los colmillos prehistóricos fascinaban a Gorójov. Se crió en Yakutia (cuyo nombre oficial tras la caída de la Unión Soviética es República de Sajá), una región rica en recursos, de una extensión casi igual a la de la India y donde en la actualidad viven menos de un millón de personas. Durante su infancia le contaron que el creador de la Tierra pasó tanto frío mientras sobrevolaba la región, que arrojó abundantes tesoros: oro, plata, diamantes, petróleo. Sin embargo, fueron las historias que relataban sus maestros sobre la vida real de los pioneros del siglo XVII que comerciaban con colmillos de mamut las que lo cautivaron. Años después encontró en la biblioteca libros con fotografías de los exploradores de principios del siglo XX: hombres barbudos apostados en la isla Kotelni, que parecían enanos en comparación con los colmillos de mamut y cuyos barcos rebosaban de marfil. «Siempre me preguntaba si aún quedarían colmillos por descubrir», dice Gorójov.

Nadie, ni siquiera él, se imaginaba que los colmillos de mamut se convertirían en un recurso económico para una región prácticamente abandonada tras el cierre de las minas y fábricas de la era soviética. (Durante los últimos 50 años la población del distrito de Ust-Yanski, una franja de tundra que triplica la extensión de Suiza, ha descendido de 80.000 personas a 8.000.) Hoy centenares, si no miles, de hombres de Yakutia se han convertido en cazadores de colmillos, que siguen las mismas rutas que sus antepasados, soportan las mismas condiciones durísimas y persiguen a las mismas bestias paleolíticas.

Por primitiva que parezca, la «fiebre del marfil» no nace de una llamada ancestral sino de las poderosas fuerzas modernas: el derrumbe de la Unión Soviética y la consiguiente furia de un capitalismo reciente, la prohibición internacional del comercio de marfil de elefante e incluso la llegada del calentamiento global. El aumento de las temperaturas contribuyó a la extinción de los mamuts hacia el final de la última glaciación, porque redujo y anegó las praderas donde pacían. Eso obligó a las manadas a recluirse en islas aisladas. Ahora el deshielo y la erosión del permafrost, así como la fiebre de los buscadores de colmillos, están contribuyendo a que salgan a la superficie. Mucho tiempo después de que se extrajeran los primeros colmillos casi intactos de la tundra siberiana en el siglo XIX, el ritmo de los descubrimientos se está acelerando. En septiembre de 2012 un niño de la península rusa de Taimir se topó con un mamut adolescente bien conservado, una de cuyas extremidades asomaba de los sedimentos medio congelados.

No obstante, nada ha impulsado tanto el comercio de colmillos de mamut como el auge de China, donde existe una tradición milenaria de talla de marfil. Casi el 90% de todos los colmillos extraídos de Siberia (se estima que más de 60 toneladas al año, aunque la cifra real podría ser mayor) acaban en este país, donde las hordas de nuevos ricos se vuelven locas por el marfil. El aumento vertiginoso de la demanda preocupa a algunos científicos, que lamentan la pérdida de datos muy valiosos: como el tronco de un árbol, un colmillo contiene pistas sobre la alimentación, el clima y el entorno en el que vivían los mamuts. Incluso los habitantes de Yakutia se preguntan cuánto tardará en agotarse este recurso no renovable. Es cierto que todavía quedan millones de colmillos enterrados en el permafrost de Siberia, pero cada vez cuesta más encontrarlos.

Se esperaba que el marfil de mamut reduciría la presión sobre los elefantes, ya que su comercio es legal, a pesar de que no está bien regulado. Además, los dos tipos de marfil pueden diferenciarse gracias a los dibujos que presentan los colmillos, denominados líneas de Schreger. El precio de ambos es casi equivalente. Aun así, no se aprecian indicios de que la demanda asiática de marfil de elefante esté bajando. Al contrario, la masacre de elefantes africanos se ha intensificado y los funcionarios de aduanas de Hong Kong requisaron en 2012 una cantidad récord de 5,5 toneladas de marfil de elefante. Para complicar las cosas, el marfil ilegal de elefante y el marfil legal de mamut a menudo terminan en los mismos talleres de China.

Ninguno de los buscadores de colmillos que encuentro durante una expedición al norte de Yakutia ha salido de la tundra siberiana. Aunque todos están al corriente de la demanda china, que en los últimos dos años ha duplicado el precio de los colmillos de mamut de mejor calidad hasta unos 675 euros el kilo en Yakutsk, la capital de la región. El precio puede volver a duplicar­se al cruzar la frontera de China, y un colmillo entero tallado puede costar una fortuna. En un anticuario de Hong Kong vi una talla de tres metros con la escena de una bacanal, cuyo precio era de 825.000 euros. Cuando los cazadores de colmillos se enteran de que vivo en Beijing, siempre acaban preguntándome si podría ponerlos en contacto con algún comprador chino.

La búsqueda continúa por toda Yakutia. En el pueblo de Kazachye, un lugar clave del comercio de marfil a orillas del río Yana, los buscadores de colmillos se preparan para atravesar la tundra en motos de nieve, hidroalas e incluso vehículos oruga de la era soviética. En un remoto lago glaciar me dispongo a explorar el barro y el hielo antiguos a lo largo de la orilla, sometida a una erosión constante, junto con un grupo de cazadores de colmillos cuando un joven emerge tiritando de las gélidas aguas con traje de buzo y máscara: otro cazador en busca de una oportunidad. Más adelante, también a orillas del Yana, un par de hombres rocían con mangueras la pared de un acantilado de hielo ennegrecido para perforar túneles en un depósito congelado de colmillos, huesos y carcasas de mamut.

He llegado a este lugar, Muus Jaya, con el en­­cargado de un grupo de buscadores que gobierna su barco desde lo alto de una pila de 400 kilos de colmillos de mamut. Transporta el marfil río arriba para venderlo, pero antes quiere pasar por las cuevas de hielo, donde un equipo de científicos rusos y surcoreanos extrae tejido blando de mamut con la esperanza de encontrar células viables para la clonación. (Véase «Devolverles la vida», página 2.) Hace unos cuantos años, este capataz halló varias decenas de colmillos en una misma cueva de hielo de la zona. Pero hoy su cuadrilla de hombres está desmoralizada. Solo han encontrado dos colmillos en todo el verano, una cantidad insuficiente para que sus familias pasen el invierno. «Aquí ya no queda nada –se lamenta uno de ellos–. Por eso todo el mundo se dirige a las islas.»

Inspirado por los exploradores que aparecían en las fotos de aquellos viejos libros de la biblioteca, Gorójov fue uno de los primeros cazadores de colmillos que, hace casi un decenio, permaneció durante toda una estación en las despobladas islas de Nueva Siberia. Solo para acceder a ellas, un viaje que debe hacerse en primavera, hay que atravesar un puente de hielo de 50 kilómetros formado sobre el mar, y luego quedarse allí hasta que el océano vuelve a congelarse seis meses más tarde, o bien regresar a casa antes de que eso suceda en unas barquichuelas que pueden ser engullidas por olas de cinco metros.

Si el continente ya es peligroso, las islas aún lo son más. El verano pasado, además de enfrentarse al hambre y el agotamiento, a los ataques de los osos polares y a la muerte de cuatro compañeros, Gorójov tuvo que eludir a los guardias de la frontera rusa, que patrullaban la zona en helicóptero y echaron de la isla a decenas de cazadores de colmillos porque no tenían los permisos obligatorios; en muchos casos les destruyeron el equipo y les confiscaron el material desenterrado. «Acabas convirtiéndote en un experto en esconder colmillos y tumbarte en la tundra sin mover ni un pelo», asegura.

Pero merece la pena correr el riesgo. Tras un par de expediciones a la isla Gran Liajovski, donde Gorójov encontró unas piezas espectaculares en los acantilados, ha ido más lejos, hasta la isla Kotelni. Incluso ahora que otros cientos de buscadores se apresuran para darle alcance, él sigue yendo un paso por delante del resto. «Llevo tanto tiempo haciendo esto que casi pienso como un paleontólogo», comenta. Ha observado que en la isla Kotelni el permafrost se descongela y se hunde todos los veranos, de modo que los colmillos que yacen en la capa de hielo inferior empiezan a emerger de la tundra. «Cada año hay una nueva cosecha», asegura.

Es casi medianoche en casa de Gorójov, a orillas del Yana, unos 80 kilómetros al sur de su desembocadura en el mar de Laptev. Gorójov, que acaba de regresar a Ust-Yansk después de pasar cinco meses en la isla Kotelni, me conduce a un cobertizo de madera que hay detrás de la casa. Allí atesora unos 20 colmillos de mamut, algunos envueltos en paños blancos, otros (entre ellos el de 70 kilos que encontró aquel día en Kotelni) sumergidos en agua en una enorme bañera de aluminio. «Si quedan expuestos al aire, empiezan a resquebrajarse –me explica–. Tengo que conservarlos en buen estado. Son mi futuro.»

Esos colmillos, el botín estival de Gorójov, pesan un total de 500 kilos. La mayoría de las cuadrillas de tres hombres apenas consigue la mitad de esa cantidad, y algunos vagan por la tundra durante cinco meses y no encuentran nada. Gorójov también tiene la suerte de dis­poner de suficientes recursos (barca, moto de nieve, teléfono por satélite, GPS) para ir por su cuenta. Con los precios como están, este botín puede valer entre 112.000 y 225.000 euros, pero si se espera al invierno, podrá transportarlo por el río congelado y después por carretera hasta Yakutsk, donde los precios son un 40% más altos.

Su esposa, Sardaana, y su hija de cinco años lo esperan en Yakutsk. Hace seis meses que no las ve. «Cuando regrese, mi mujer me acariciará la barba durante una noche entera y luego me pedirá que me la afeite», dice. Esta podría ser la última vez que salga a buscar colmillos. «Hace diez años que no disfruto de un verano de verdad –se lamenta–. Siempre he soñado con viajar a un país exótico, como la India o Vietnam.» Gorójov nunca ha salido de Yakutia. «Mi mujer siempre insiste en que lo deje. Pero en cuanto vea la gran cantidad de marfil que he encontrado este verano, me animará a que vuelva a salir de expedición.»
fuente : http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ng_magazine/reportajes/8121/cazadores_colmillos.html

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