El cáñamo no es ninguna novedad; de hecho, ha acompañado a la humanidad casi desde siempre. En Siberia se han hallado semillas carbonizadas en el interior de túmulos funerarios que datan de 3.000 a.C. Los chinos ya usaban cannabis con fines medicinales hace miles de años, y la planta también tiene una larga historia en América, donde el propio George Washington la cultivaba en su finca de Mount Vernon.
Pero ahora que cada vez son más las personas que recurren a esta sustancia para tratar sus dolencias, la ciencia del cannabis parece estar recuperando el terreno perdido. Hay sorpresas, tal vez milagros, ocultos en esa planta antes prohibida. Aunque sigue estando clasificada en el Apartado I, Vivek Murthy, director general de salud pública de Estados Unidos, ha expresado recientemente su interés por los estudios científicos de la marihuana y ha señalado que los resultados preliminares apuntan a que puede ser útil en determinados supuestos médicos.
En 23 estados y en el Distrito de Columbia, el cannabis es legal para algunos usos médicos, y una mayoría de estadounidenses son partidarios de su legalización para uso recreativo. Otros países también se están replanteando la relación con la marihuana. Uruguay ha aprobado su legalización. Portugal ha despenalizado su consumo. Israel, Canadá y los Países Bajos tienen programas para su uso médico, y en los últimos años numerosos países han liberalizado las leyes que regulan su posesión.
Sencillamente, cada vez hay más hierba a nuestro alrededor y cada vez nos sorprende menos percibir su inconfundible olor en el aire. Sí, es cierto que fumar marihuana puede causar accesos momentáneos de risa tonta, propensión a ensimismarse ante una situación de lo más trivial, amnesia de lo sucedido dos segundos antes o unas ganas incontenibles de comer ganchitos de queso. Y aunque no se ha documentado ningún caso de muerte por sobredosis, la marihuana –y en particular las variedades más potentes desarrolladas en los últimos tiempos– es también una droga poderosa que en algunas circunstancias resulta perjudicial para la salud.
Sin embargo, para muchos, el cannabis se ha convertido en un bálsamo para aliviar el dolor, inducir al sueño, estimular el apetito y amortiguar los golpes que a veces da la vida. Sus defensores afirman que reduce considerablemente el estrés. También puede ser útil, entre otras cosas, como analgésico, antiemético, broncodilatador y antiinflamatorio. En opinión de algunos científicos, los compuestos presentes en la planta pueden ayudar a regular funciones vitales, además de proteger el cerebro de traumas tanto físicos como emocionales, reforzar el sistema inmunitario y contribuir a la «extinción de recuerdos» después de sucesos catastróficos.
En medio de la aparente prisa por integrar la marihuana en nuestra vida como una sustancia convencional, gravarla, regularla, legalizarla y comercializarla, se plantean cuestiones importantes. ¿Qué sustancias componen esta planta? ¿Cómo afectan realmente a nuestro cuerpo y nuestro cerebro? ¿Qué nos pueden enseñar los compuestos químicos de la marihuana acerca del funcionamiento de nuestro sistema nervioso? ¿Podrían esas sustancias ser el origen de nuevos fármacos que nos beneficien a todos?
Si es verdad que el cannabis tiene algo que decirnos, ¿qué es exactamente?
En 23 estados y en el Distrito de Columbia, el cannabis es legal para algunos usos médicos, y una mayoría de estadounidenses son partidarios de su legalización para uso recreativo. Otros países también se están replanteando la relación con la marihuana. Uruguay ha aprobado su legalización. Portugal ha despenalizado su consumo. Israel, Canadá y los Países Bajos tienen programas para su uso médico, y en los últimos años numerosos países han liberalizado las leyes que regulan su posesión.
Sencillamente, cada vez hay más hierba a nuestro alrededor y cada vez nos sorprende menos percibir su inconfundible olor en el aire. Sí, es cierto que fumar marihuana puede causar accesos momentáneos de risa tonta, propensión a ensimismarse ante una situación de lo más trivial, amnesia de lo sucedido dos segundos antes o unas ganas incontenibles de comer ganchitos de queso. Y aunque no se ha documentado ningún caso de muerte por sobredosis, la marihuana –y en particular las variedades más potentes desarrolladas en los últimos tiempos– es también una droga poderosa que en algunas circunstancias resulta perjudicial para la salud.
Sin embargo, para muchos, el cannabis se ha convertido en un bálsamo para aliviar el dolor, inducir al sueño, estimular el apetito y amortiguar los golpes que a veces da la vida. Sus defensores afirman que reduce considerablemente el estrés. También puede ser útil, entre otras cosas, como analgésico, antiemético, broncodilatador y antiinflamatorio. En opinión de algunos científicos, los compuestos presentes en la planta pueden ayudar a regular funciones vitales, además de proteger el cerebro de traumas tanto físicos como emocionales, reforzar el sistema inmunitario y contribuir a la «extinción de recuerdos» después de sucesos catastróficos.
En medio de la aparente prisa por integrar la marihuana en nuestra vida como una sustancia convencional, gravarla, regularla, legalizarla y comercializarla, se plantean cuestiones importantes. ¿Qué sustancias componen esta planta? ¿Cómo afectan realmente a nuestro cuerpo y nuestro cerebro? ¿Qué nos pueden enseñar los compuestos químicos de la marihuana acerca del funcionamiento de nuestro sistema nervioso? ¿Podrían esas sustancias ser el origen de nuevos fármacos que nos beneficien a todos?
Si es verdad que el cannabis tiene algo que decirnos, ¿qué es exactamente?
EL QUÍMICO
El cofre del tesoro
Incluso a mediados del siglo XX, la ciencia no sabía casi nada de la marihuana. Sus componentes y su forma de actuar seguían siendo un misterio. A causa de la ilegalidad y de la imagen sospechosa de la planta, pocos científicos serios arriesgaban su reputación estudiándola.
Entonces, un día de 1963, un joven químico orgánico llamado Raphael Mechoulam, que trabajaba en el Instituto Weizmann de Ciencias de Israel, en Tel Aviv, decidió investigar su composición química. Le extrañaba que después de que los científicos hubieran aislado la morfina del opio en 1805 y la cocaína de las hojas de coca en 1855, aún no se conociera el principio psicoactivo de la marihuana. «No era más que una planta –recuerda Mechoulam, que hoy tiene 84 años–. Era una mezcla de compuestos sin identificar.»
El científico se puso pues en contacto con la policía nacional israelí y consiguió cinco kilos de hachís libanés confiscado. Con su equipo, logró aislar y en algunos casos también sintetizar una serie de compuestos, que procedió a inyectar por separado en macacos Rhesus. Solo una de esas sustancias produjo efectos observables. «Normalmente estos macacos son agresivos», explica. Pero cuando les inyectaban ese compuesto, los monos se volvían tranquilos y dóciles. «Sedados, diría yo», recuerda el investigador.
Las pruebas realizadas posteriormente revelaron lo que ahora sabemos: aquel compuesto era el principal ingrediente activo de la planta, su esencia psicoactiva, la sustancia que «coloca» al consumidor de cannabis. Mechoulam y uno de sus colegas habían descubierto el tetrahidrocannabinol (THC). El equipo de Mechoulam también identificó la estructura química del cannabidiol (CBD), otro compuesto clave de la marihuana, con gran cantidad de potenciales usos médicos y sin ningún efecto psicoactivo en humanos.
Por esos avances y otros muchos, Mechoulam es ampliamente reconocido como el padre del estudio del cannabis. Nacido en Bulgaria, es un hombre elegante, de cabello blanco y ojos acuosos, que viste chaqueta de tweed, bufanda de seda y pantalones bien planchados. Miembro respetado de la Academia de Ciencias y Humanidades de Israel, es profesor emérito de la Facultad de Medicina Hadassah de la Universidad Hebrea, donde aún tiene un laboratorio. Autor de más de 400 artículos científicos y titular de unas 25 patentes, este anciano de carácter afable ha pasado toda la vida estudiando el cannabis, al que considera «un cofre de tesoros médicos a la espera de ser descubierto». Su labor ha dado pie a una subcultura de investigación del cannabis en todo el mundo. Aunque dice no haber fumado nunca la sustancia, es una celebridad en el mundo de la marihuana y recibe cantidades prodigiosas de correspondencia de admiradores.
«Usted es el culpable», le digo cuando nos encontramos en su despacho, atestado de libros y de premios, para hablar del creciente interés por la ciencia de la marihuana.
«¡Mea culpa!», replica con una sonrisa.
Israel tiene uno de los programas de uso médico de la marihuana más avanzados del mundo. Mechoulam desempeñó un papel activo en su establecimiento y está orgulloso de sus resultados. Más de 20.000 pacientes disponen de autorización para el uso del cannabis en el tratamiento de casos de glaucoma, enfermedad de Crohn, inflamación, inapetencia, síndrome de Tourette o asma.
Pese a ello, el investigador no es particularmente partidario de la legalización de la droga para uso lúdico. No cree que nadie deba ir a la cárcel por poseerla, pero insiste en que la marihuana «no es inocua», sobre todo para los jóvenes, y cita estudios que demuestran que el uso prolongado de variedades de la planta con elevadas concentraciones de THC puede alterar el desarrollo del cerebro. Señala asimismo que el cannabis puede desencadenar en algunas personas graves accesos de ansiedad y menciona estudios que relacionan el consumo de la sustancia con la manifestación de la esquizofrenia en personas genéticamente predispuestas.
Si estuviera en su mano, dejaría a un lado lo que él considera la banal y a veces irresponsable cultura de la marihuana recreativa para dar paso a un reconocimiento serio y entusiasta del cannabis, pero solo como sustancia médica, estrictamente regulada e investigada con rigor. «En este momento la gente no sabe lo que está consumiendo –se queja–. Para que algo funcione en el ámbito médico, debe ser cuantificable. Si no lo podemos expresar en números, no es ciencia.»
En 1992, esa búsqueda de datos cuantificables llevó a Mechoulam al interior del cerebro humano. Aquel año los investigadores que trabajaban en su laboratorio realizaron un descubrimiento extraordinario. Aislaron la sustancia química producida por el organismo humano que en el cerebro se une al mismo receptor que el THC. Mechoulam la bautizó con el nombre de anandamida (del sánscrito, «felicidad suprema»).
Desde entonces se han descubierto varios más de los llamados endocannabinoides, así como sus receptores. Los científicos han llegado a establecer que los endocannabinoides interactúan con una red neurológica específica, tal como lo hacen las endorfinas, la serotonina y la dopamina. Según señala Mechoulam, se ha observado que el ejercicio eleva los niveles de endocannabinoides en el cerebro, «lo que podría explicar la llamada euforia del corredor, que conocen los entusiastas del running». Mechoulam explica asimismo que esos compuestos podrían desempeñar un papel importante en funciones tan básicas como la memoria, el equilibrio, el movimiento, la salud del sistema inmunitario y la neuroprotección.
Por lo general, los laboratorios farmacéuticos que producen fármacos basados en el cannabis intentan aislar compuestos individuales de la planta. Pero Mechoulam sospecha que en ciertos casos esas sustancias químicas serían más eficaces si actuaran en combinación con otros compuestos presentes en la marihuana. Es lo que llama el «efecto séquito», y en su opinión es uno de los muchos misterios del cannabis que requieren un estudio más profundo.
«No hemos hecho más que rascar la superficie –afirma–, y siento mucho no tener otra vida más para dedicarla a este campo, porque tal vez llegaríamos a descubrir que los cannabinoides están implicados de una manera u otra en todas las enfermedades humanas.»
El cofre del tesoro
Incluso a mediados del siglo XX, la ciencia no sabía casi nada de la marihuana. Sus componentes y su forma de actuar seguían siendo un misterio. A causa de la ilegalidad y de la imagen sospechosa de la planta, pocos científicos serios arriesgaban su reputación estudiándola.
Entonces, un día de 1963, un joven químico orgánico llamado Raphael Mechoulam, que trabajaba en el Instituto Weizmann de Ciencias de Israel, en Tel Aviv, decidió investigar su composición química. Le extrañaba que después de que los científicos hubieran aislado la morfina del opio en 1805 y la cocaína de las hojas de coca en 1855, aún no se conociera el principio psicoactivo de la marihuana. «No era más que una planta –recuerda Mechoulam, que hoy tiene 84 años–. Era una mezcla de compuestos sin identificar.»
El científico se puso pues en contacto con la policía nacional israelí y consiguió cinco kilos de hachís libanés confiscado. Con su equipo, logró aislar y en algunos casos también sintetizar una serie de compuestos, que procedió a inyectar por separado en macacos Rhesus. Solo una de esas sustancias produjo efectos observables. «Normalmente estos macacos son agresivos», explica. Pero cuando les inyectaban ese compuesto, los monos se volvían tranquilos y dóciles. «Sedados, diría yo», recuerda el investigador.
Las pruebas realizadas posteriormente revelaron lo que ahora sabemos: aquel compuesto era el principal ingrediente activo de la planta, su esencia psicoactiva, la sustancia que «coloca» al consumidor de cannabis. Mechoulam y uno de sus colegas habían descubierto el tetrahidrocannabinol (THC). El equipo de Mechoulam también identificó la estructura química del cannabidiol (CBD), otro compuesto clave de la marihuana, con gran cantidad de potenciales usos médicos y sin ningún efecto psicoactivo en humanos.
Por esos avances y otros muchos, Mechoulam es ampliamente reconocido como el padre del estudio del cannabis. Nacido en Bulgaria, es un hombre elegante, de cabello blanco y ojos acuosos, que viste chaqueta de tweed, bufanda de seda y pantalones bien planchados. Miembro respetado de la Academia de Ciencias y Humanidades de Israel, es profesor emérito de la Facultad de Medicina Hadassah de la Universidad Hebrea, donde aún tiene un laboratorio. Autor de más de 400 artículos científicos y titular de unas 25 patentes, este anciano de carácter afable ha pasado toda la vida estudiando el cannabis, al que considera «un cofre de tesoros médicos a la espera de ser descubierto». Su labor ha dado pie a una subcultura de investigación del cannabis en todo el mundo. Aunque dice no haber fumado nunca la sustancia, es una celebridad en el mundo de la marihuana y recibe cantidades prodigiosas de correspondencia de admiradores.
«Usted es el culpable», le digo cuando nos encontramos en su despacho, atestado de libros y de premios, para hablar del creciente interés por la ciencia de la marihuana.
«¡Mea culpa!», replica con una sonrisa.
Israel tiene uno de los programas de uso médico de la marihuana más avanzados del mundo. Mechoulam desempeñó un papel activo en su establecimiento y está orgulloso de sus resultados. Más de 20.000 pacientes disponen de autorización para el uso del cannabis en el tratamiento de casos de glaucoma, enfermedad de Crohn, inflamación, inapetencia, síndrome de Tourette o asma.
Pese a ello, el investigador no es particularmente partidario de la legalización de la droga para uso lúdico. No cree que nadie deba ir a la cárcel por poseerla, pero insiste en que la marihuana «no es inocua», sobre todo para los jóvenes, y cita estudios que demuestran que el uso prolongado de variedades de la planta con elevadas concentraciones de THC puede alterar el desarrollo del cerebro. Señala asimismo que el cannabis puede desencadenar en algunas personas graves accesos de ansiedad y menciona estudios que relacionan el consumo de la sustancia con la manifestación de la esquizofrenia en personas genéticamente predispuestas.
Si estuviera en su mano, dejaría a un lado lo que él considera la banal y a veces irresponsable cultura de la marihuana recreativa para dar paso a un reconocimiento serio y entusiasta del cannabis, pero solo como sustancia médica, estrictamente regulada e investigada con rigor. «En este momento la gente no sabe lo que está consumiendo –se queja–. Para que algo funcione en el ámbito médico, debe ser cuantificable. Si no lo podemos expresar en números, no es ciencia.»
En 1992, esa búsqueda de datos cuantificables llevó a Mechoulam al interior del cerebro humano. Aquel año los investigadores que trabajaban en su laboratorio realizaron un descubrimiento extraordinario. Aislaron la sustancia química producida por el organismo humano que en el cerebro se une al mismo receptor que el THC. Mechoulam la bautizó con el nombre de anandamida (del sánscrito, «felicidad suprema»).
Desde entonces se han descubierto varios más de los llamados endocannabinoides, así como sus receptores. Los científicos han llegado a establecer que los endocannabinoides interactúan con una red neurológica específica, tal como lo hacen las endorfinas, la serotonina y la dopamina. Según señala Mechoulam, se ha observado que el ejercicio eleva los niveles de endocannabinoides en el cerebro, «lo que podría explicar la llamada euforia del corredor, que conocen los entusiastas del running». Mechoulam explica asimismo que esos compuestos podrían desempeñar un papel importante en funciones tan básicas como la memoria, el equilibrio, el movimiento, la salud del sistema inmunitario y la neuroprotección.
Por lo general, los laboratorios farmacéuticos que producen fármacos basados en el cannabis intentan aislar compuestos individuales de la planta. Pero Mechoulam sospecha que en ciertos casos esas sustancias químicas serían más eficaces si actuaran en combinación con otros compuestos presentes en la marihuana. Es lo que llama el «efecto séquito», y en su opinión es uno de los muchos misterios del cannabis que requieren un estudio más profundo.
«No hemos hecho más que rascar la superficie –afirma–, y siento mucho no tener otra vida más para dedicarla a este campo, porque tal vez llegaríamos a descubrir que los cannabinoides están implicados de una manera u otra en todas las enfermedades humanas.»
EL BOTÁNICO
Hacia la luz
El edificio de 4.000 metros cuadrados se yergue frente a una comisaría de policía en una zona industrial de Denver, junto a una sucesión de naves reconvertidas que hoy se conoce como la Milla Verde. No hay nada que indique la naturaleza de la actividad. La puerta se abre con un zumbido y me recibe el horticultor jefe de Mindful, una de las principales empresas productoras de cannabis del mundo. Phillip Hague, un hombre de 38 años, de penetrantes ojos azules y aspecto de druida, lleva ropa de trabajo y botas de campo, y luce la sonrisa incrédula de quien ha encontrado su auténtica vocación en la vida, gracias a una confluencia de circunstancias que jamás habría creído posible.
Hague, aficionado a la jardinería desde los ocho años, se define a sí mismo como un apasionado de las plantas. Durante años cultivó poinsetias, caladios, crisantemos y otras plantas de interior en el vivero de su familia en Texas. Pero ahora dedica su atención a unos brotes mucho más lucrativos.
Me invita a entrar en las animadas oficinas de Mindful y recorremos los pasillos interiores. En los congeladores de la empresa hay semillas de todo el mundo: Asia, India, norte de África y Caribe. Viajero incansable, Hague tiene gran interés por la biodiversidad histórica de la planta, y su banco de semillas de variedades silvestres, raras y antiguas es una parte importante de la propiedad intelectual de Mindful. «Tenemos que reconocer que los humanos evolucionamos con el cáñamo casi desde el comienzo de los tiempos –afirma–. El uso del cannabis es más antiguo que la escritura. Es parte de nosotros y siempre lo ha sido. Se extendió a partir de Asia Central después de la última glaciación y llegó a todo el planeta de la mano del hombre.»
Hague se sumó a la revolución verde del estado de Colorado casi desde el principio. En 2009, cuando el Departamento de Justicia de Estados Unidos anunció que no promovería acciones legales contra las personas que se acogieran a las leyes de los diferentes estados sobre usos médicos de la marihuana, miró a su mujer y le dijo: «Nos vamos a Denver». Ahora dirige una de las principales empresas productoras legales del país, con más de 20.000 plantas de cannabis.
Atravesamos las salas de secado y seguimos por un pasillo que palpita con el ruido de bombas, ventiladores, filtros, generadores y cortadoras. Una carretilla elevadora pasa a nuestro lado. Las cámaras de vigilancia captan todos los movimientos, mientras unos jóvenes operarios con batas de médico van y vienen, con el rostro iluminado por la presión y las expectativas de un negocio poco ortodoxo que ha prosperado más allá de lo imaginable. Mindful tiene grandes planes de expansión, ya que planea construir instalaciones similares en otros estados. «¡La hierba está de moda! –exclama Hague, con una sonrisa que transmite asombro y cansancio–. Aquí todos los días pasan cosas que no dejan de sorprenderme.»
Abre una compuerta industrial, y el fulgor de las lámparas de plasma me deslumbra. Entramos en una sala inmensa y cálida, que huele como un centenar de conciertos de Yes. Cuando se me acostumbra la vista, veo el cultivo en todo su esplendor: cerca de mil plantas femeninas de dos metros de altura, con las raíces inmersas en una sopa de nutrientes y las hojas balanceándose bajo la oscilante brisa de los ventiladores. Ahí mismo, al alcance de la vista, hay más de medio millón de dólares en marihuana artesanal.
Me inclino para oler una de las tupidas flores moradas, de superficie polvorienta y con diminutos tricomas blancos que rezuman una resina rica en cannabinoides. La variedad se llama Highway Man, por una canción de Willie Nelson. Se trata de un híbrido cargado de THC desarrollado por el propio Hague. Las mejores partes se cortan manualmente, se secan y empaquetan para su venta en uno de los dispensarios de Mindful. «Toda esta sala estará lista para la cosecha dentro unos días», dice Hague con la sutil sonrisa de satisfacción de un agricultor que ha seleccionado variedades ganadoras de premios internacionales.
Pero Hague tiene algo más que quiere enseñarme. Me conduce a una sala de crecimiento saturada de humedad, donde la siguiente cosecha está echando raíces en una oscuridad casi completa. Estas plantas recién nacidas, marcadas con etiquetas amarillas, se cultivan exclusivamente con fines médicos. Son todas clones, esquejes de una planta madre. Hague está orgulloso de esta variedad, que apenas contiene THC pero es rica en CBD y otros compuestos que han demostrado al menos cierto grado de eficacia en el tratamiento de enfermedades y trastornos tales como la esclerosis múltiple, la psoriasis, el síndrome de estrés postraumático, la demencia, la esquizofrenia, la osteoporosis y la esclerosis lateral amiotrófica (enfermedad de Lou Gehrig).
«Estas variedades bajas en THC son las que me mantienen despierto por la noche, pensando en sus posibilidades», asegura Hague, y señala que la marihuana contiene numerosas sustancias (cannabinoides, flavonoides, terpenos, etc.) que nunca se han investigado en profundidad.
«Le parecerá cursi –dice mientras acaricia uno de sus esquejes–, pero creo que el cannabis tiene conciencia. Está harto de esconderse y de que lo persigan y ahora quiere salir a la luz.»
Hacia la luz
El edificio de 4.000 metros cuadrados se yergue frente a una comisaría de policía en una zona industrial de Denver, junto a una sucesión de naves reconvertidas que hoy se conoce como la Milla Verde. No hay nada que indique la naturaleza de la actividad. La puerta se abre con un zumbido y me recibe el horticultor jefe de Mindful, una de las principales empresas productoras de cannabis del mundo. Phillip Hague, un hombre de 38 años, de penetrantes ojos azules y aspecto de druida, lleva ropa de trabajo y botas de campo, y luce la sonrisa incrédula de quien ha encontrado su auténtica vocación en la vida, gracias a una confluencia de circunstancias que jamás habría creído posible.
Hague, aficionado a la jardinería desde los ocho años, se define a sí mismo como un apasionado de las plantas. Durante años cultivó poinsetias, caladios, crisantemos y otras plantas de interior en el vivero de su familia en Texas. Pero ahora dedica su atención a unos brotes mucho más lucrativos.
Me invita a entrar en las animadas oficinas de Mindful y recorremos los pasillos interiores. En los congeladores de la empresa hay semillas de todo el mundo: Asia, India, norte de África y Caribe. Viajero incansable, Hague tiene gran interés por la biodiversidad histórica de la planta, y su banco de semillas de variedades silvestres, raras y antiguas es una parte importante de la propiedad intelectual de Mindful. «Tenemos que reconocer que los humanos evolucionamos con el cáñamo casi desde el comienzo de los tiempos –afirma–. El uso del cannabis es más antiguo que la escritura. Es parte de nosotros y siempre lo ha sido. Se extendió a partir de Asia Central después de la última glaciación y llegó a todo el planeta de la mano del hombre.»
Hague se sumó a la revolución verde del estado de Colorado casi desde el principio. En 2009, cuando el Departamento de Justicia de Estados Unidos anunció que no promovería acciones legales contra las personas que se acogieran a las leyes de los diferentes estados sobre usos médicos de la marihuana, miró a su mujer y le dijo: «Nos vamos a Denver». Ahora dirige una de las principales empresas productoras legales del país, con más de 20.000 plantas de cannabis.
Atravesamos las salas de secado y seguimos por un pasillo que palpita con el ruido de bombas, ventiladores, filtros, generadores y cortadoras. Una carretilla elevadora pasa a nuestro lado. Las cámaras de vigilancia captan todos los movimientos, mientras unos jóvenes operarios con batas de médico van y vienen, con el rostro iluminado por la presión y las expectativas de un negocio poco ortodoxo que ha prosperado más allá de lo imaginable. Mindful tiene grandes planes de expansión, ya que planea construir instalaciones similares en otros estados. «¡La hierba está de moda! –exclama Hague, con una sonrisa que transmite asombro y cansancio–. Aquí todos los días pasan cosas que no dejan de sorprenderme.»
Abre una compuerta industrial, y el fulgor de las lámparas de plasma me deslumbra. Entramos en una sala inmensa y cálida, que huele como un centenar de conciertos de Yes. Cuando se me acostumbra la vista, veo el cultivo en todo su esplendor: cerca de mil plantas femeninas de dos metros de altura, con las raíces inmersas en una sopa de nutrientes y las hojas balanceándose bajo la oscilante brisa de los ventiladores. Ahí mismo, al alcance de la vista, hay más de medio millón de dólares en marihuana artesanal.
Me inclino para oler una de las tupidas flores moradas, de superficie polvorienta y con diminutos tricomas blancos que rezuman una resina rica en cannabinoides. La variedad se llama Highway Man, por una canción de Willie Nelson. Se trata de un híbrido cargado de THC desarrollado por el propio Hague. Las mejores partes se cortan manualmente, se secan y empaquetan para su venta en uno de los dispensarios de Mindful. «Toda esta sala estará lista para la cosecha dentro unos días», dice Hague con la sutil sonrisa de satisfacción de un agricultor que ha seleccionado variedades ganadoras de premios internacionales.
Pero Hague tiene algo más que quiere enseñarme. Me conduce a una sala de crecimiento saturada de humedad, donde la siguiente cosecha está echando raíces en una oscuridad casi completa. Estas plantas recién nacidas, marcadas con etiquetas amarillas, se cultivan exclusivamente con fines médicos. Son todas clones, esquejes de una planta madre. Hague está orgulloso de esta variedad, que apenas contiene THC pero es rica en CBD y otros compuestos que han demostrado al menos cierto grado de eficacia en el tratamiento de enfermedades y trastornos tales como la esclerosis múltiple, la psoriasis, el síndrome de estrés postraumático, la demencia, la esquizofrenia, la osteoporosis y la esclerosis lateral amiotrófica (enfermedad de Lou Gehrig).
«Estas variedades bajas en THC son las que me mantienen despierto por la noche, pensando en sus posibilidades», asegura Hague, y señala que la marihuana contiene numerosas sustancias (cannabinoides, flavonoides, terpenos, etc.) que nunca se han investigado en profundidad.
«Le parecerá cursi –dice mientras acaricia uno de sus esquejes–, pero creo que el cannabis tiene conciencia. Está harto de esconderse y de que lo persigan y ahora quiere salir a la luz.»
EL BIOQUÍMICO
¿Cura milagrosa?
A estas alturas, prácticamente todo el mundo ha oído decir que el cannabis puede ser beneficioso para los enfermos de cáncer, sobre todo para aliviar algunos de los efectos más desagradables de la quimioterapia. No cabe ninguna duda de que la marihuana puede mantener a raya las náuseas, mejorar el apetito, aliviar el dolor e inducir al sueño. ¿Pero también podría curar el cáncer? Basta hacer una búsqueda breve por internet para encontrar cientos o incluso miles de páginas que lo afirman de un modo o de otro. Un internauta crédulo podría fácilmente llegar a la conclusión de que tenemos una cura milagrosa al alcance de la mano.
La mayoría de esas afirmaciones son, en el mejor de los casos, anecdóticas, y fraudulentas en el peor. Pero también hay menciones de pruebas experimentales que apuntan a los cannabinoides como posibles agentes anticancerosos, y muchos de esos informes conducen a un laboratorio español dirigido por un hombre reflexivo y circunspecto llamado Manuel Guzmán.
Este bioquímico lleva unos 20 años estudiando el cannabis. Lo visito en su despacho de la Universidad Complutense de Madrid. Es un hombre bien parecido, de poco más de 50 años, que habla rápidamente y en un tono de voz tan suave que tengo que inclinarme hacia él para oírlo mejor. «Cuando el titular de un periódico dice que los tumores cerebrales se pueden curar con cannabis, es mentira –aclara–. En internet se dicen muchas cosas con muy poca base.»
Parece reflexionar un momento y se vuelve hacia su ordenador. «Sin embargo, déjeme enseñarle una cosa.» En el monitor aparecen dos resonancias magnéticas del cerebro de una rata. El animal tiene una masa de gran tamaño en el hemisferio derecho, causada por células tumorales humanas, inyectadas por el equipo de Guzmán. El investigador acerca la imagen y la masa parece todavía más grande. Pienso que a la rata le queda poco tiempo de vida. «Este animal fue tratado con THC durante una semana –prosigue Guzmán–. Y esto fue lo que sucedió después.» Las dos imágenes que ahora llenan la pantalla son normales. La masa no solo se ha encogido, sino que ha desaparecido por completo. «Como puede ver, ya no hay tumor.»
En ese estudio, Guzmán y sus colegas, que desde hace 15 años tratan con cannabis a animales afectados de cáncer, observaron que los tumores desaparecían en una tercera parte de los casos y disminuían en otra tercera parte.
Es el tipo de hallazgo que hace que el mundo entero se entusiasme, y a Guzmán le preocupa mucho que el éxito de su investigación ofrezca falsas esperanzas a los pacientes de cáncer y alimente afirmaciones engañosas en internet. «El problema es que los ratones no son humanos –dice–. No sabemos si estos resultados se pueden extrapolar a pacientes humanos.»
Me lleva a recorrer su atiborrado laboratorio: centrifugadoras, microscopios, vasos de precipitados, placas de Petri y un investigador con bata blanca que extrae muestras de tejidos de un ratón muerto. Es el típico laboratorio de investigación en biología, con la diferencia de que aquí todo está dedicado a los efectos del cannabis en el cerebro y en el resto del organismo. El equipo no se centra solo en el cáncer, sino también en las enfermedades neurodegenerativas y en los efectos de los cannabinoides sobre el desarrollo temprano del cerebro. Los resultados del equipo de Guzmán son inequívocos respecto a este último tema: los ratones cuyas madres recibieron con regularidad dosis elevadas de THC durante la gestación presentan claros problemas. Carecen de coordinación, tienen dificultades en las interacciones sociales y exhiben un umbral de ansiedad bajo, que hace que a menudo se queden paralizados de miedo ante estímulos que no inquietan a otros ratones jóvenes.
El laboratorio también estudia los mecanismos por los cuales ciertos compuestos químicos presentes en el cannabis, así como los cannabinoides producidos de forma natural por nuestro organismo –como la anandamida–, protegen nuestros cerebros de diversos tipos de traumas físicos o emocionales. «Obviamente, nuestro cerebro necesita recordar –dice Guzmán–, pero también necesita olvidar algunas cosas, cosas horribles o innecesarias. Pasa como con la memoria del ordenador: tenemos que olvidar lo que no es necesario, del mismo modo que periódicamente borramos los archivos viejos. Y también tenemos que olvidar lo que no es bueno para nuestra salud mental: una guerra, una experiencia traumática o un recuerdo desagradable de cualquier tipo. El sistema cannabinoide es crucial para ayudarnos a superar los malos recuerdos.»
Pero la parte de la investigación de Guzmán que ha saltado a los titulares –y ha captado el interés de las empresas farmacéuticas– ha sido la relacionada con los tumores cerebrales. Tras años de investigación, Guzmán ha llegado a la conclusión de que una combinación de THC, CBD y temozolomida (un fármaco convencional moderadamente eficaz) es el mejor tratamiento para los tumores cerebrales de los ratones. Al parecer, un cóctel compuesto por las tres sustancias podría atacar las células cancerosas de múltiples maneras, evitando su propagación y, al mismo tiempo, obligándolas a autodestruirse.
Ahora el Hospital Universitario de Saint James, en Leeds, Inglaterra, está llevando a cabo un ensayo clínico basado en los trabajos del equipo de Guzmán. Allí, los neurooncólogos están tratando a un grupo de pacientes aquejados de agresivos tumores cerebrales con temozolomida y Sativex, un aerosol oral de THC-CBD desarrollado por GW Pharmaceuticals.
Guzmán se alegra de que hayan comenzado las pruebas clínicas con humanos, pero advierte contra el exceso de optimismo. «Tenemos que ser objetivos –afirma–. Por lo menos, existe una mayor apertura mental en todo el mundo, y las instituciones que financian la investigación ya saben que el cannabis en farmacología es científicamente serio, prometedor desde el punto de vista terapéutico y muy importante para la práctica clínica.»
¿Servirá el cannabis para luchar contra el cáncer? «Tengo la intuición de que hay posibilidades reales», responde Guzmán.
¿Cura milagrosa?
A estas alturas, prácticamente todo el mundo ha oído decir que el cannabis puede ser beneficioso para los enfermos de cáncer, sobre todo para aliviar algunos de los efectos más desagradables de la quimioterapia. No cabe ninguna duda de que la marihuana puede mantener a raya las náuseas, mejorar el apetito, aliviar el dolor e inducir al sueño. ¿Pero también podría curar el cáncer? Basta hacer una búsqueda breve por internet para encontrar cientos o incluso miles de páginas que lo afirman de un modo o de otro. Un internauta crédulo podría fácilmente llegar a la conclusión de que tenemos una cura milagrosa al alcance de la mano.
La mayoría de esas afirmaciones son, en el mejor de los casos, anecdóticas, y fraudulentas en el peor. Pero también hay menciones de pruebas experimentales que apuntan a los cannabinoides como posibles agentes anticancerosos, y muchos de esos informes conducen a un laboratorio español dirigido por un hombre reflexivo y circunspecto llamado Manuel Guzmán.
Este bioquímico lleva unos 20 años estudiando el cannabis. Lo visito en su despacho de la Universidad Complutense de Madrid. Es un hombre bien parecido, de poco más de 50 años, que habla rápidamente y en un tono de voz tan suave que tengo que inclinarme hacia él para oírlo mejor. «Cuando el titular de un periódico dice que los tumores cerebrales se pueden curar con cannabis, es mentira –aclara–. En internet se dicen muchas cosas con muy poca base.»
Parece reflexionar un momento y se vuelve hacia su ordenador. «Sin embargo, déjeme enseñarle una cosa.» En el monitor aparecen dos resonancias magnéticas del cerebro de una rata. El animal tiene una masa de gran tamaño en el hemisferio derecho, causada por células tumorales humanas, inyectadas por el equipo de Guzmán. El investigador acerca la imagen y la masa parece todavía más grande. Pienso que a la rata le queda poco tiempo de vida. «Este animal fue tratado con THC durante una semana –prosigue Guzmán–. Y esto fue lo que sucedió después.» Las dos imágenes que ahora llenan la pantalla son normales. La masa no solo se ha encogido, sino que ha desaparecido por completo. «Como puede ver, ya no hay tumor.»
En ese estudio, Guzmán y sus colegas, que desde hace 15 años tratan con cannabis a animales afectados de cáncer, observaron que los tumores desaparecían en una tercera parte de los casos y disminuían en otra tercera parte.
Es el tipo de hallazgo que hace que el mundo entero se entusiasme, y a Guzmán le preocupa mucho que el éxito de su investigación ofrezca falsas esperanzas a los pacientes de cáncer y alimente afirmaciones engañosas en internet. «El problema es que los ratones no son humanos –dice–. No sabemos si estos resultados se pueden extrapolar a pacientes humanos.»
Me lleva a recorrer su atiborrado laboratorio: centrifugadoras, microscopios, vasos de precipitados, placas de Petri y un investigador con bata blanca que extrae muestras de tejidos de un ratón muerto. Es el típico laboratorio de investigación en biología, con la diferencia de que aquí todo está dedicado a los efectos del cannabis en el cerebro y en el resto del organismo. El equipo no se centra solo en el cáncer, sino también en las enfermedades neurodegenerativas y en los efectos de los cannabinoides sobre el desarrollo temprano del cerebro. Los resultados del equipo de Guzmán son inequívocos respecto a este último tema: los ratones cuyas madres recibieron con regularidad dosis elevadas de THC durante la gestación presentan claros problemas. Carecen de coordinación, tienen dificultades en las interacciones sociales y exhiben un umbral de ansiedad bajo, que hace que a menudo se queden paralizados de miedo ante estímulos que no inquietan a otros ratones jóvenes.
El laboratorio también estudia los mecanismos por los cuales ciertos compuestos químicos presentes en el cannabis, así como los cannabinoides producidos de forma natural por nuestro organismo –como la anandamida–, protegen nuestros cerebros de diversos tipos de traumas físicos o emocionales. «Obviamente, nuestro cerebro necesita recordar –dice Guzmán–, pero también necesita olvidar algunas cosas, cosas horribles o innecesarias. Pasa como con la memoria del ordenador: tenemos que olvidar lo que no es necesario, del mismo modo que periódicamente borramos los archivos viejos. Y también tenemos que olvidar lo que no es bueno para nuestra salud mental: una guerra, una experiencia traumática o un recuerdo desagradable de cualquier tipo. El sistema cannabinoide es crucial para ayudarnos a superar los malos recuerdos.»
Pero la parte de la investigación de Guzmán que ha saltado a los titulares –y ha captado el interés de las empresas farmacéuticas– ha sido la relacionada con los tumores cerebrales. Tras años de investigación, Guzmán ha llegado a la conclusión de que una combinación de THC, CBD y temozolomida (un fármaco convencional moderadamente eficaz) es el mejor tratamiento para los tumores cerebrales de los ratones. Al parecer, un cóctel compuesto por las tres sustancias podría atacar las células cancerosas de múltiples maneras, evitando su propagación y, al mismo tiempo, obligándolas a autodestruirse.
Ahora el Hospital Universitario de Saint James, en Leeds, Inglaterra, está llevando a cabo un ensayo clínico basado en los trabajos del equipo de Guzmán. Allí, los neurooncólogos están tratando a un grupo de pacientes aquejados de agresivos tumores cerebrales con temozolomida y Sativex, un aerosol oral de THC-CBD desarrollado por GW Pharmaceuticals.
Guzmán se alegra de que hayan comenzado las pruebas clínicas con humanos, pero advierte contra el exceso de optimismo. «Tenemos que ser objetivos –afirma–. Por lo menos, existe una mayor apertura mental en todo el mundo, y las instituciones que financian la investigación ya saben que el cannabis en farmacología es científicamente serio, prometedor desde el punto de vista terapéutico y muy importante para la práctica clínica.»
¿Servirá el cannabis para luchar contra el cáncer? «Tengo la intuición de que hay posibilidades reales», responde Guzmán.
LA CUIDADORA
Emigrantes médicos
Los ataques empezaron en mayo de 2013, cuando tenía seis meses. Espasmos infantiles. Se parecían al reflejo del sobresalto que tienen los bebés: brazos rígidos, cara congelada en una expresión de terror y ojos que se movían agitadamente de un lado a otro. El pequeño cerebro de Addelyn Patrick entraba en estado de frenética actividad, como sacudido por una tormenta electromagnética. «Es la peor pesadilla –dice Meagan, su madre–. Es horrible ver que tu hija sufre y tiene miedo, y no poder hacer nada para evitarlo.»
Desde el pequeño pueblo de Maine donde vivían, Meagan y su marido, Ken, llevaron a Addy a Boston para consultar con los neurólogos. Los médicos llegaron a la conclusión de que los ataques epilépticos eran el resultado de una malformación cerebral congénita llamada esquizoencefalia. Uno de los hemisferios de su cerebro no se había desarrollado por completo durante el embarazo y presentaba una hendidura anómala. Además, la niña padecía otro trastorno relacionado, llamado hipoplasia del nervio óptico, que le producía movimientos rítmicos involuntarios de los ojos y le causaba una ceguera casi completa, como revelaron pruebas posteriores. Ese verano, Addy estaba sufriendo entre 20 y 30 ataques epilépticos al día. Después fueron 100. Y más tarde, 300. «Todos los circuitos de su cerebro se disparaban a la vez –dice Meagan–. Llegamos a pensar que la perderíamos.»
Los Patrick siguieron las prescripciones que les dieron y medicaron a Addy con elevadas dosis de anticonvulsivos. Los potentes medicamentos redujeron la frecuencia de los ataques, pero la hacían dormir casi todo el día. «Addy ya no estaba con nosotros –dice Meagan–. Se pasaba el día entero en la cama, como una muñeca de trapo.» Meagan dejó su trabajo de maestra para ocuparse de su hija. En un período de nueve meses, Addy tuvo 20 ingresos hospitalarios.
Cuando la familia política de Meagan sugirió que se informaran acerca de la marihuana de uso médico, ella se escandalizó. «Estamos hablando de una droga ilegal», pensó. Pero se puso a investigar. Los datos procedentes de un buen número de casos aislados indican que las variedades de cannabis con una elevada concentración de CBD pueden ser eficaces contra las convulsiones. La bibliografía médica es escasa, pero el uso está documentado desde hace mucho tiempo. En 1843, un médico británico llamado William O’Shaughnessy publicó un artículo que describía el éxito en el tratamiento de un caso de convulsiones infantiles con aceite de cannabis.
En septiembre de 2013 los padres de Addy fueron a Boston a ver a Elizabeth Thiele, neuróloga pediátrica del Hospital General de Massachusetts que colabora en la dirección de un estudio sobre el uso de CBD en el tratamiento de la epilepsia refractaria infantil. Legalmente, Thiele no podía recetar cannabis a Addy, ni tan solo recomendárselo. Pero aconsejó a sus padres que consideraran todas las opciones médicas.
Animada, Meagan viajó a Colorado y se reunió con padres de niños epilépticos que estaban siendo tratados con una variedad de cannabis llamada Charlotte’s Web, por el nombre de la pequeña Charlotte Figi, una niña que había respondido asombrosamente bien al aceite bajo en THC y con una elevada concentración de CBD producido cerca de Colorado Springs.
Meagan quedó impresionada con lo que vio en Colorado: la creciente base de conocimientos de los productores de cannabis, la estrecha unión entre los padres de niños con problemas similares al de su hija, la calidad de los dispensarios y la solvencia de los laboratorios que aseguraban una composición constante del aceite de cannabis. Colorado Springs se ha convertido en el polo de atracción de una sorprendente migración médica. Más de un centenar de familias con niños aquejados de graves trastornos han dejado sus hogares y se han mudado allí. Los miembros de esas familias, muchas de ellas relacionadas con una organización sin fines de lucro llamada Realm of Caring, se consideran «refugiados médicos». La mayoría no podía medicar a sus hijos con cannabis en sus estados de procedencia sin arriesgarse a ser detenidos por tráfico de drogas o incluso por maltrato infantil.
Meagan empezó a experimentar con aceite rico en CBD y los ataques de epilepsia de su hija desaparecieron. Poco a poco le fue retirando a Addy los otros fármacos y fue como si la pequeña saliera de un coma. «Parece una nimiedad –dice Meagan–, pero cuando tienes una hija que sonríe por primera vez después de muchos meses, el mundo entero se transforma.»
A comienzos del año pasado los Patrick tomaron la decisión de mudarse a Colorado para unirse al movimiento. «No tuvimos que pensarlo mucho –recuerda Meagan–. Si cultivaran en Marte algo que pudiera curar a Addy, estaría ya mismo construyendo una nave espacial en el jardín de mi casa.»
Cuando los entrevisté a finales de 2014, ya se habían instalado en su nueva casa, al norte de Colorado Springs. Addy está estupenda. Desde que empezó a tomar aceite de CBD no ha vuelto a ser hospitalizada. Todavía tiene ataques ocasionales –uno o dos al día–, pero son menos intensos. Los ojos ya no se le mueven tanto. Escucha más. Se ríe. Ha aprendido a abrazar y ha descubierto el poder de sus cuerdas vocales.
Los críticos dicen que los padres de la organización Realm of Caring utilizan a sus hijos como conejillos de Indias, que aún no se han hecho suficientes estudios y que muchos de los supuestos beneficios del tratamiento, si no todos, podrían atribuirse al efecto placebo. «Es verdad. No conocemos los efectos a largo plazo del CBD, y deberíamos estudiarlos –reconoce Meagan–. Pero lo único que puedo decir es que si no lo estuviera tomando, nuestra Addy parecería un vegetal.» Señala, además, que nadie se pregunta por los efectos a largo plazo de un fármaco ampliamente utilizado que le fue recetado de manera rutinaria a su hija de dos años. «El seguro paga por ese medicamento y nadie hace preguntas –dice–. Pero es sumamente adictivo, muy tóxico, te convierte en un zombi y te puede matar. Sin embargo, es perfectamente legal.»
Thiele afirma que los primeros resultados del estudio del CBD son muy alentadores: «El CBD no es una panacea –advierte–, no sirve para todo el mundo. Pero estoy impresionada. Es evidente que puede ser un tratamiento muy eficaz para mucha gente. Hay varios niños en el estudio que llevan más de un año sin sufrir convulsiones».
Este tipo de noticias intensifican el sentimiento de frustración de Meagan ante lo que ella considera la estupidez de las leyes federales sobre la marihuana, que le hacen correr el riesgo de ser arrestada por atravesar las fronteras interestatales transportando una «droga» que «ni siquiera serviría para colocar a un ratón».
«Es inaceptable que nuestros conciudadanos sufran de esta forma», declara.
Pero ahora la familia Patrick está en un buen lugar y se siente mucho más feliz que hace un par de años. «Hemos recuperado a Addy –dice Meagan–. No sé qué opinaría si no me hubiera tocado vivir todo esto. No creo que el cannabis sea una cura milagrosa. Pero estoy convencida de que debería ocupar un lugar en el botiquín de todo neurólogo, en todo el país.»
Emigrantes médicos
Los ataques empezaron en mayo de 2013, cuando tenía seis meses. Espasmos infantiles. Se parecían al reflejo del sobresalto que tienen los bebés: brazos rígidos, cara congelada en una expresión de terror y ojos que se movían agitadamente de un lado a otro. El pequeño cerebro de Addelyn Patrick entraba en estado de frenética actividad, como sacudido por una tormenta electromagnética. «Es la peor pesadilla –dice Meagan, su madre–. Es horrible ver que tu hija sufre y tiene miedo, y no poder hacer nada para evitarlo.»
Desde el pequeño pueblo de Maine donde vivían, Meagan y su marido, Ken, llevaron a Addy a Boston para consultar con los neurólogos. Los médicos llegaron a la conclusión de que los ataques epilépticos eran el resultado de una malformación cerebral congénita llamada esquizoencefalia. Uno de los hemisferios de su cerebro no se había desarrollado por completo durante el embarazo y presentaba una hendidura anómala. Además, la niña padecía otro trastorno relacionado, llamado hipoplasia del nervio óptico, que le producía movimientos rítmicos involuntarios de los ojos y le causaba una ceguera casi completa, como revelaron pruebas posteriores. Ese verano, Addy estaba sufriendo entre 20 y 30 ataques epilépticos al día. Después fueron 100. Y más tarde, 300. «Todos los circuitos de su cerebro se disparaban a la vez –dice Meagan–. Llegamos a pensar que la perderíamos.»
Los Patrick siguieron las prescripciones que les dieron y medicaron a Addy con elevadas dosis de anticonvulsivos. Los potentes medicamentos redujeron la frecuencia de los ataques, pero la hacían dormir casi todo el día. «Addy ya no estaba con nosotros –dice Meagan–. Se pasaba el día entero en la cama, como una muñeca de trapo.» Meagan dejó su trabajo de maestra para ocuparse de su hija. En un período de nueve meses, Addy tuvo 20 ingresos hospitalarios.
Cuando la familia política de Meagan sugirió que se informaran acerca de la marihuana de uso médico, ella se escandalizó. «Estamos hablando de una droga ilegal», pensó. Pero se puso a investigar. Los datos procedentes de un buen número de casos aislados indican que las variedades de cannabis con una elevada concentración de CBD pueden ser eficaces contra las convulsiones. La bibliografía médica es escasa, pero el uso está documentado desde hace mucho tiempo. En 1843, un médico británico llamado William O’Shaughnessy publicó un artículo que describía el éxito en el tratamiento de un caso de convulsiones infantiles con aceite de cannabis.
En septiembre de 2013 los padres de Addy fueron a Boston a ver a Elizabeth Thiele, neuróloga pediátrica del Hospital General de Massachusetts que colabora en la dirección de un estudio sobre el uso de CBD en el tratamiento de la epilepsia refractaria infantil. Legalmente, Thiele no podía recetar cannabis a Addy, ni tan solo recomendárselo. Pero aconsejó a sus padres que consideraran todas las opciones médicas.
Animada, Meagan viajó a Colorado y se reunió con padres de niños epilépticos que estaban siendo tratados con una variedad de cannabis llamada Charlotte’s Web, por el nombre de la pequeña Charlotte Figi, una niña que había respondido asombrosamente bien al aceite bajo en THC y con una elevada concentración de CBD producido cerca de Colorado Springs.
Meagan quedó impresionada con lo que vio en Colorado: la creciente base de conocimientos de los productores de cannabis, la estrecha unión entre los padres de niños con problemas similares al de su hija, la calidad de los dispensarios y la solvencia de los laboratorios que aseguraban una composición constante del aceite de cannabis. Colorado Springs se ha convertido en el polo de atracción de una sorprendente migración médica. Más de un centenar de familias con niños aquejados de graves trastornos han dejado sus hogares y se han mudado allí. Los miembros de esas familias, muchas de ellas relacionadas con una organización sin fines de lucro llamada Realm of Caring, se consideran «refugiados médicos». La mayoría no podía medicar a sus hijos con cannabis en sus estados de procedencia sin arriesgarse a ser detenidos por tráfico de drogas o incluso por maltrato infantil.
Meagan empezó a experimentar con aceite rico en CBD y los ataques de epilepsia de su hija desaparecieron. Poco a poco le fue retirando a Addy los otros fármacos y fue como si la pequeña saliera de un coma. «Parece una nimiedad –dice Meagan–, pero cuando tienes una hija que sonríe por primera vez después de muchos meses, el mundo entero se transforma.»
A comienzos del año pasado los Patrick tomaron la decisión de mudarse a Colorado para unirse al movimiento. «No tuvimos que pensarlo mucho –recuerda Meagan–. Si cultivaran en Marte algo que pudiera curar a Addy, estaría ya mismo construyendo una nave espacial en el jardín de mi casa.»
Cuando los entrevisté a finales de 2014, ya se habían instalado en su nueva casa, al norte de Colorado Springs. Addy está estupenda. Desde que empezó a tomar aceite de CBD no ha vuelto a ser hospitalizada. Todavía tiene ataques ocasionales –uno o dos al día–, pero son menos intensos. Los ojos ya no se le mueven tanto. Escucha más. Se ríe. Ha aprendido a abrazar y ha descubierto el poder de sus cuerdas vocales.
Los críticos dicen que los padres de la organización Realm of Caring utilizan a sus hijos como conejillos de Indias, que aún no se han hecho suficientes estudios y que muchos de los supuestos beneficios del tratamiento, si no todos, podrían atribuirse al efecto placebo. «Es verdad. No conocemos los efectos a largo plazo del CBD, y deberíamos estudiarlos –reconoce Meagan–. Pero lo único que puedo decir es que si no lo estuviera tomando, nuestra Addy parecería un vegetal.» Señala, además, que nadie se pregunta por los efectos a largo plazo de un fármaco ampliamente utilizado que le fue recetado de manera rutinaria a su hija de dos años. «El seguro paga por ese medicamento y nadie hace preguntas –dice–. Pero es sumamente adictivo, muy tóxico, te convierte en un zombi y te puede matar. Sin embargo, es perfectamente legal.»
Thiele afirma que los primeros resultados del estudio del CBD son muy alentadores: «El CBD no es una panacea –advierte–, no sirve para todo el mundo. Pero estoy impresionada. Es evidente que puede ser un tratamiento muy eficaz para mucha gente. Hay varios niños en el estudio que llevan más de un año sin sufrir convulsiones».
Este tipo de noticias intensifican el sentimiento de frustración de Meagan ante lo que ella considera la estupidez de las leyes federales sobre la marihuana, que le hacen correr el riesgo de ser arrestada por atravesar las fronteras interestatales transportando una «droga» que «ni siquiera serviría para colocar a un ratón».
«Es inaceptable que nuestros conciudadanos sufran de esta forma», declara.
Pero ahora la familia Patrick está en un buen lugar y se siente mucho más feliz que hace un par de años. «Hemos recuperado a Addy –dice Meagan–. No sé qué opinaría si no me hubiera tocado vivir todo esto. No creo que el cannabis sea una cura milagrosa. Pero estoy convencida de que debería ocupar un lugar en el botiquín de todo neurólogo, en todo el país.»
EL GENETISTA
Obtener la secuencia
«Es una planta muy interesante y muy valiosa –afirma Nolan Kane, biólogo evolutivo–. Existe desde hace millones de años y es una de las plantas cultivadas más antiguas. Y, sin embargo, hay tantos problemas básicos por resolver. ¿De dónde procede? ¿Cómo y por qué evolucionó? ¿Por qué produce todos esos compuestos? Ni siquiera sabemos cuántas especies hay.»
Estamos en el invernadero de un laboratorio en el campus de la Universidad de Colorado en Boulder, ante las diez plantas de cáñamo que Kane acaba de conseguir para investigación. Son larguiruchas y poco frondosas, nada que ver con la exuberante plantación que me enseñó Hague. Estas plantas, como casi todas las variedades de cáñamo, tienen niveles extremadamente bajos de THC.
Su sola presencia aquí, un importante laboratorio universitario, es el resultado de una larga lucha por conseguir la aprobación del Gobierno federal y de las autoridades de la universidad. En este momento Kane solo tiene autorización para cultivar la variedad de cáñamo denominado industrial. El resto del material que necesita para su investigación es ADN de marihuana, suministrado por productores de Colorado, que lo extraen de las plantas con los métodos que el propio Kane les ha enseñado.
Acariciando las hojas de sus plantas de aspecto inofensivo, Kane expresa su desconcierto ante la prohibición del cultivo comercial de cáñamo en Estados Unidos. «El cáñamo produce fibras de una calidad insuperable –explica–. Es un cultivo muy productivo en términos de biomasa, que reabastece el suelo de nutrientes y es muy poco exigente. Cada año importamos toneladas de cáñamo de China e incluso de Canadá; pero las políticas federales nos impiden cultivarlo legalmente.»
Kane es genetista y estudia el cannabis desde una perspectiva única: la del ADN. También ha estudiado el chocolate y el girasol, cuyo genoma de más de 3.500 millones de nucleótidos él mismo ha secuenciado. Ahora ha empezado con la marihuana. Aunque su secuencia es mucho más corta –unos 800 millones de nucleótidos–, Kane la considera una planta mucho más interesante.
Ya existe un esquema tentativo del genoma del cannabis, pero está muy fragmentado y disperso en unas 60.000 partes. El ambicioso objetivo de Kane, que le llevará muchos años llegar a conseguir, consiste en ensamblar todos esos fragmentos en el orden correcto. «Utilizo una analogía para explicarlo: tenemos 60.000 páginas de un libro que promete ser excelente, pero están mezcladas y tiradas por el suelo –dice–. Todavía no sabemos cómo ordenar esas páginas para producir una buena historia.»
Mucha gente está ansiosa por saber cómo se desarrollará esta historia. «Hay cierta presión –reconoce–, porque este trabajo tendrá grandes repercusiones, y todo lo que hagamos en este laboratorio será objeto de escrutinio. Es algo que se siente. La gente quiere que lo consigamos.»
Cuando el mapa genético esté completo, los genetistas más emprendedores podrán utilizarlo de mil maneras distintas, por ejemplo, para producir variedades que contengan niveles mucho más elevados de cualquiera de los compuestos de la planta con importancia médica.
Mientras Kane me enseña su laboratorio, veo el entusiasmo en su expresión y en las caras de los jóvenes miembros de su equipo. El ambiente es similar al de una empresa de nuevas tecnologías. «Por lo general la ciencia avanza de forma gradual –dice–. Pero en este estudio del cannabis, el progreso no será gradual. Será rotundo. No solo transformará nuestro conocimiento de la planta, sino también de nosotros mismos: nuestro cerebro, nuestra neurología, nuestra psicología… Será transformador en términos de la bioquímica de los compuestos de la planta. Transformador por su impacto en diferentes sectores, desde la medicina y la agricultura hasta los biocombustibles. Incluso puede que transforme parte de nuestra dieta: se sabe que de la semilla de cáñamo se puede obtener un aceite rico en proteínas y muy saludable.»
El cannabis, asegura Kane, «es una auténtica cámara del tesoro».
Obtener la secuencia
«Es una planta muy interesante y muy valiosa –afirma Nolan Kane, biólogo evolutivo–. Existe desde hace millones de años y es una de las plantas cultivadas más antiguas. Y, sin embargo, hay tantos problemas básicos por resolver. ¿De dónde procede? ¿Cómo y por qué evolucionó? ¿Por qué produce todos esos compuestos? Ni siquiera sabemos cuántas especies hay.»
Estamos en el invernadero de un laboratorio en el campus de la Universidad de Colorado en Boulder, ante las diez plantas de cáñamo que Kane acaba de conseguir para investigación. Son larguiruchas y poco frondosas, nada que ver con la exuberante plantación que me enseñó Hague. Estas plantas, como casi todas las variedades de cáñamo, tienen niveles extremadamente bajos de THC.
Su sola presencia aquí, un importante laboratorio universitario, es el resultado de una larga lucha por conseguir la aprobación del Gobierno federal y de las autoridades de la universidad. En este momento Kane solo tiene autorización para cultivar la variedad de cáñamo denominado industrial. El resto del material que necesita para su investigación es ADN de marihuana, suministrado por productores de Colorado, que lo extraen de las plantas con los métodos que el propio Kane les ha enseñado.
Acariciando las hojas de sus plantas de aspecto inofensivo, Kane expresa su desconcierto ante la prohibición del cultivo comercial de cáñamo en Estados Unidos. «El cáñamo produce fibras de una calidad insuperable –explica–. Es un cultivo muy productivo en términos de biomasa, que reabastece el suelo de nutrientes y es muy poco exigente. Cada año importamos toneladas de cáñamo de China e incluso de Canadá; pero las políticas federales nos impiden cultivarlo legalmente.»
Kane es genetista y estudia el cannabis desde una perspectiva única: la del ADN. También ha estudiado el chocolate y el girasol, cuyo genoma de más de 3.500 millones de nucleótidos él mismo ha secuenciado. Ahora ha empezado con la marihuana. Aunque su secuencia es mucho más corta –unos 800 millones de nucleótidos–, Kane la considera una planta mucho más interesante.
Ya existe un esquema tentativo del genoma del cannabis, pero está muy fragmentado y disperso en unas 60.000 partes. El ambicioso objetivo de Kane, que le llevará muchos años llegar a conseguir, consiste en ensamblar todos esos fragmentos en el orden correcto. «Utilizo una analogía para explicarlo: tenemos 60.000 páginas de un libro que promete ser excelente, pero están mezcladas y tiradas por el suelo –dice–. Todavía no sabemos cómo ordenar esas páginas para producir una buena historia.»
Mucha gente está ansiosa por saber cómo se desarrollará esta historia. «Hay cierta presión –reconoce–, porque este trabajo tendrá grandes repercusiones, y todo lo que hagamos en este laboratorio será objeto de escrutinio. Es algo que se siente. La gente quiere que lo consigamos.»
Cuando el mapa genético esté completo, los genetistas más emprendedores podrán utilizarlo de mil maneras distintas, por ejemplo, para producir variedades que contengan niveles mucho más elevados de cualquiera de los compuestos de la planta con importancia médica.
Mientras Kane me enseña su laboratorio, veo el entusiasmo en su expresión y en las caras de los jóvenes miembros de su equipo. El ambiente es similar al de una empresa de nuevas tecnologías. «Por lo general la ciencia avanza de forma gradual –dice–. Pero en este estudio del cannabis, el progreso no será gradual. Será rotundo. No solo transformará nuestro conocimiento de la planta, sino también de nosotros mismos: nuestro cerebro, nuestra neurología, nuestra psicología… Será transformador en términos de la bioquímica de los compuestos de la planta. Transformador por su impacto en diferentes sectores, desde la medicina y la agricultura hasta los biocombustibles. Incluso puede que transforme parte de nuestra dieta: se sabe que de la semilla de cáñamo se puede obtener un aceite rico en proteínas y muy saludable.»
El cannabis, asegura Kane, «es una auténtica cámara del tesoro».
fuente : http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ng_magazine/reportajes/10452/marihuana_debate.html?_page=2
No hay comentarios:
Publicar un comentario