domingo, 19 de julio de 2015

Nacidos para ser libres


Tom y Misha –así se llamaban los dos machos– se hallaban en condiciones lamentables. Por lo visto habían sido capturados en el Egeo en algún momento de 2006, y se ignoraba prácticamente todo sobre la existencia que habían llevado en libertad. 
Su vida en cautividad había comenzado en un delfinario de la ciudad costera de Kaş. En 2010 los habían trasladado en camión varios kilómetros tierra adentro, hasta una rudimentaria piscina de hormigón de Hisarönü, una población de montaña donde los turistas abona­ban el equivalente a 45 euros para tener derecho a aferrarse a sus aletas dorsales y ser remolcados en el agua durante diez minutos. Hisarönü se compone básicamente de hoteles baratos y bares con nombres tan sugerentes como Oh Yes! donde suena música disco hasta altas horas de la madrugada. Difícil imaginar una ubicación más incongruente o desconcertante para dos delfines nacidos en el océano. El sistema de filtrado era tan inadecuado que el fondo de la piscina se convirtió enseguida en una moqueta de pescado podrido y excrementos de delfín.
En cuestión de semanas una campaña de indignación ciudadana organizada en las redes sociales por vecinos defensores de los delfines forzó la clausura del local. A principios de septiembre, temiendo la inminente muerte de los delfines, la Fundación Born Free, radicada en Reino Unido y dedicada a la protección de los animales en estado salvaje, tomó cartas en el asunto y se hizo cargo de Tom y Misha. Ambos fueron transportados en un camión frigorífico cárnico previamente forrado con colchones viejos al corral marino de Karaca. La Fun­dación contrató entonces a Jeff Foster para que les ayudase en un proyecto realmente ambicioso: poner a Tom y Misha en excelente forma física, enseñarles todo cuanto necesitaran para vivir de nuevo en su entorno natural y devolverlos a las aguas del Egeo. «Es un proyecto extremadamente arriesgado con una criatura tan impredecible y compleja –afirma Will Travers, presidente de Born Free–, pero comprendimos que los delfines no tenían muchas más opciones y que a buen seguro morirían si nadie intervenía.»
El debate sobre si es ético mantener delfines en cautividad, sobre todo cuando el objetivo es entretener al público, se ha avivado a medida que se avanza en la comprensión de sus capacidades intelectuales y cognitivas. Los delfines se cuentan entre las especies más inteligentes del planeta: autoconscientes, supersociales, con un cerebro de una complejidad y unas dimensiones notables para su tamaño corporal. Poseen amplias habilidades de comunicación y manejan firmas acústicas (silbidos distintivos) equivalentes a nombres propios. Son capaces de reconocerse en un espejo y entienden conceptos abstractos, además de haber demostrado una comprensión de nociones gramaticales y sintácticas.
En los últimos 50 años se había liberado me­nos de una treintena de delfines que tenían un largo historial de cautividad, con resultados variables y a menudo no concluyentes. Tom y Mishaofrecían la oportunidad de perfeccionar el arte y la ciencia de enseñar a un delfín a vivir de nuevo en libertad y a definir mejor una alternativa a la prolongación de su cautiverio. «Es el tipo de iniciativa que llega al corazón de la gente –explica Travers–. Si conseguíamos que saliese bien con Tom y Misha, podríamos inspirar a otros y animar a la opinión pública a cuestionarse los espectáculos con delfines cautivos.»
Si Tom y Misha ofrecían a Born Free una oportunidad de definir el futuro, a Jeff Foster le brindaban la oportunidad de empezar a redimirse. Hijo de un veterinario de Seattle, siempre quiso aprender más sobre los animales. A los 15 años empezó a trabajar en el Acuario Marino de Seattle y a partir de 1976 (ya había cumplido los 20) colaboró en una operación de captura de orcas (la especie de delfín de mayor tamaño) en Islandia. Durante los 14 años siguientes ayudó a capturar veintitantas orcas en aguas de Estados Unidos e Islandia para SeaWorld y otros parques marinos. Además de orcas, también capturaba delfines de menos talla, leones marinos, focas y otros animales para ser exhibidos en cautividad.
Foster intentaba no dedicar demasiado tiempo a preguntarse si Tom y Misha estarían allí para ayudarle a pagar una deuda kármica, pero se sentía realizado con la tarea que tenía por delante. Había capturado su primera orca porque era un modo de ganarse la vida infinitamente más interesante que trabajar en una hamburguesería y porque tenía la convicción sincera de que era la mejor manera de aprender más acerca de un animal muy poco conocido. Pero al oír los gritos lastimeros de unas crías arrancadas de los suyos y retenidas en la cubierta de un barco de captura, comprendió que hacer lo correcto con los animales era tan importante como la ciencia. Se esforzaba al máximo para serenar con la voz y las manos a aquellas jóvenes orcas aterrorizadas y estresadas, y se negaba a adoptar las prácticas de quienes creían que un buen método para someterlas y domarlas era negarles el alimento. Pese a todo, recuerda, «cuanto más capturas haces, más cuenta te das de que estás separando familias. No puedes tener la conciencia tranquila cuando sacas un animal de su entorno».
Lo irónico es que, con su dilatada experiencia en la captura de delfines, Foster resultaba la persona perfecta para revertir el proceso. Y contratarlo era una decisión in­­cómoda para Born Free, una ONG dedicada a liberar animales. «Jeff era un hombre vinculado al negocio de las capturas. Estábamos muy nerviosos –recuerda Alison Hood, quien supervisaba el proyecto para Born Free–. Pero es una verdadera mina de conocimiento, y nosotros nos habíamos hecho cargo de Tom y Misha, lo que significaba que teníamos la obligación de ofrecerles la mejor oportunidad posible.» Foster calculaba que rehabilitar a Tom y Misha y prepararlos para la suelta llevaría entre seis y ocho meses y tendría un coste de unos 450.000 euros en concepto de creación del corral marino, personal, equipo, peces vivos… Born Free esperaba invertir menos de la mitad. Se equivocaron todos.
Ayudar a que un delfín capturado regrese al medio natural que en su día conoció a la perfección no es tan sencillo como podría parecer. Un delfín cautivo tiene la misma anatomía y el mismo ADN que el delfín libre, pero en muchos sentidos es un animal diferente. En libertad, vive una existencia impredecible y competitiva. Interactúa y caza en vastas extensiones de océano, moviéndose casi constantemente, topándose con multitud de especies e innumerables situaciones nuevas. Aunque emerge a la superficie para respirar, el delfín en estado salvaje pasa la mayor parte de su vida bajo el agua.
Vivir en un parque marino es exactamente lo contrario. El espacio físico es muy reducido y está relativamente vacío de fauna y flora, la existencia se regula con horarios y calendarios, y no hay ninguna necesidad de cazar ni de forrajear. Aparte de entrenamientos y espectáculos, tampoco hay motivos para moverse. Lo más llamativo es que la orientación del delfín cambia radicalmente en cautividad. El mundo de la su­­perficie adquiere de pronto mucha más importancia que el mundo sumergido porque casi todo ocurre arriba: desde la llegada de alimento hasta las sesiones de adiestramiento, pasando por los aplausos del público cuando el delfín obedece las instrucciones. La diferencia queda clara con una sencilla comparación: se calcula que los delfines salvajes pasan el 80 % del tiempo sumergidos muy por debajo de la superficie, mientras que los cautivos pasan ese 80 % del tiempo en la superficie o cerca de ella.
Foster atrapó su última orca destinada a la cautividad en 1990, aunque siguió capturando otras especies de delfines y leones marinos. Sin embargo, también empezó a dedicar algo más de tiempo a investigar sobre las orcas en estado salvaje, y entre 1996 y 2001 participó activamente en el proyecto de devolución de Keiko, la orca que protagonizara Liberad a Willy, a las aguas islandesas de las que era oriunda. (Keiko recobró la libertad en 2002, pero murió de neumonía en 2003.) Foster pasó de aquel controvertido experimento a otro que acabó en éxito en 2002: la rehabilitación y devolución a su manada nativa de una joven hembra de orca llamada Springer que había aparecido sola y desnutrida frente a la costa del estado de Washington. «El negocio de las capturas cree que estoy liberando animales y mira con malos ojos algunos de mis proyectos. Ahora soy una especie de paria –dice Foster–. Pero yo no soy anticapturas. Solo trato de hacer lo correcto.»
Él siempre se había enorgullecido del interés que ponía en comprender las necesidades de los animales que capturaba, para así aliviar el tránsito del mundo animal al humano que causa desorientación y estrés. Conocer al detalle la historia de Tom y Misha resultó imposible, pero el personal de Born Free conjeturaba que seguramente los habrían capturado cerca del puerto de Izmir y que llevarían en cautividad unos cuatro años. Tom era más pequeño, más juguetón, y parecía el benjamín del dúo. Le gustaba agradar y parecía haberse adaptado mejor a la vida en cautividad. Iba nadando hasta cualquier per­sona que se acercase al corral como preguntando: ¿qué tal? ¿Qué me traes?
Misha, en cambio, mostraba distancia y recelo ante cualquier novedad. Cuando Foster intentó enseñarle a permitir que le extrajesen sangre de la aleta caudal –algo necesario para vigilar su estado de salud–, Misha huyó en cuanto vio la jeringuilla. Tanto detestaba el análisis que la siguiente vez se quedó en medio del corral agitando la cola como diciendo: se mira pero no se toca. Era reacio a interactuar con el mundo hu­mano y solía pasar las horas mirando hacia mar abierto. «La reacción de los delfines a la cautividad depende en gran medida de cómo los hayas capturado –dice Foster–. Sin los cuidados y el acondicionamiento debidos, puedes encontrarte con unos animales más neuróticos.»
Las secuelas permanentes de la dura existencia de Tom y Misha en los parques acuáticos se evidenciaban en su letargo y en su peso corporal, aproximadamente un 20 % inferior al normal: tenían tan poca grasa que se les notaban las costillas. Prepararlos para la reintroducción en el mundo de los delfines salvajes no se limitaría a enseñarles a volver a cazar peces, reducir su contacto con los humanos y abrir la puerta del recinto que los mantenía cautivos. Foster sabía que necesitaba otro enfoque que empezaría precisamente con los mismos utensilios (un silbato y un target, un objeto diana que el animal tiene que tocar) y métodos (el «condicionamiento operante»: recompensar la conducta adecuada e ignorar la inadecuada) utilizados en los parques marinos de todo el mundo para adiestrar a los delfines que protagonizan los espectáculos.
Más allá de condicionarlos para que permitiesen las extracciones de sangre –primero los acostumbró a la manipulación de la aleta caudal y luego a los pellizcos como preparación para el pinchazo–, los dos delfines tenían que aprender a tolerar otros cuidados sanitarios básicos, como que se les tomasen muestras del interior de los espiráculos con un bastoncillo para realizar cultivos bacteriológicos. Y Foster no veía el modo de devolver a Tom y Misha al nivel olímpico de forma física que necesitarían para sobrevivir en el océano como no fuera obligándolos a nadar a gran velocidad, saltar y caminar sobre la cola para ganar músculo y resistencia. «La única forma es entrenarlos para desentrenarlos», explica.
Los ejercicios de alta intensidad requieren calorías, de modo que la primera tarea fue corregir los melindrosos hábitos alimentarios de Tom y Misha y reacostumbrarlos a los peces que probablemente encontrarían en el Egeo, como mújoles, anchoas y sardinas. Se adoptó la estrategia de ofrecerles una especie local; si la comían, recibían como recompensa una caballa, un pescado al que se habían aficionado en cautividad. Para simular la impredecible disponibilidad de alimento propia del entorno salvaje, Foster variaba la cantidad y la frecuencia de las comidas. «Cuando empiezan a vivir en cautividad, todo en su vida, desde las comidas hasta los espectáculos, pasa a estar muy estructurado –explica–. Desarrollan un reloj interno y saben exactamente cuándo les darán de comer. Tenemos que revertirlo, porque sabemos que en libertad comerán unos días más y otros menos.»
Foster también quería despertar sus privilegiados cerebros de delfín. Lanzaba al corral cosas que quizá llevaban años sin ver, como un pulpo, una medusa o un cangrejo. Hacía agujeros en un tubo de PVC, lo rellenaba de pescado y lo arrojaba al agua para que Tom y Mishadiscurriesen cómo conseguir que la comida saliese por los orificios. «En cautividad adiestramos a los animales para que no piensen por sí mismos, para que desactiven el cerebro y nos obedezcan –explica Foster–. Cuando los devolvemos a su entorno original buscamos apagar ese piloto automático y ponerlos a pensar de nuevo.»
El truco del tubo tenía otras dos ventajas. El PVC flotaba a cosa de metro y medio por debajo de la superficie, lo que recordaba a Tom y Misha que el alimento se encuentra dentro del agua y no fuera. Además contribuía a borrar la conexión entre humanos y suministro de alimento. «Teníamos que hacerles entender que los peces no salen del cubo plateado que sostiene una persona», dice Amy Souster, una joven adiestradora de mamíferos marinos reclutada por Foster para participar en el proyecto.
Preparar a Tom y Misha fue un proceso paulatino que se prolongó hasta la primavera de 2011, con hasta 20 sesiones de aprendizaje diarias. Para cuando se avecinaban los tórridos meses de verano, Foster tenía esperanzas de que los delfines pudieran estar listos para la suelta a principios de otoño. Pero con la llegada del calor estival y el consecuente aumento de la temperatura de la bahía hasta los 26 grados o incluso más –un nivel estresante para los delfines–, Tom y Misha perdieron el apetito y contrajeron una grave infección de la sangre que superaron de milagro gracias a una sonda de alimentación y elevadas dosis de antibióticos. «Sin medicamento, a buen seguro habrían muerto en cuestión de días –recuerda John Knight, asesor veterinario de Born Free–. La muerte estuvo cerca.» Tom y Misha no tenían una relación demasiado estrecha, apenas se toleraban, pero Souster se conmovió al ver cómoMisha trataba de cuidar a Tom, empujándolo hacia la superficie para ayudarlo a respirar cuando se hundía hasta el fondo del corral y llevándole pescado para intentar que comiese algo.

Por si los problemas fuesen pocos, hacia el final del verano los vecinos de Karaca habían dejado bien claro –rajando las ruedas y rascando con llaves los coches de Born Free, y al final incluso profiriendo amenazas de violación contra el personal femenino– que estaban hartos del proyecto que llevaban a cabo en su bahía. En octubre de 2011 el corral marino, con Tom yMisha en su interior, se remolcó cuidadosamente a una nueva ubicación, al otro lado de la bahía, y se ancló junto a una escuela de náutica que generosamente había puesto a disposición del proyecto sus amplias instalaciones. Foster y su equipo redoblaron los esfuerzos, haciendo especial hincapié en la preparación física de los delfines. Una rutina muy popular pasaba por hacer largos en el corral a buen ritmo, la versión delfínica de un sprint. Otra era recorrer diez veces el perímetro a toda velocidad.
Ahora el corral estaba anclado a unos 30 me­tros de la costa arbolada, lo que permitió a Foster recurrir a una de las mejores innovaciones del proyecto Keiko: un tirachinas gigante que giraba sobre una peana y que servía para disparar peces hacia distintas partes del corral con una precisión pasmosa. Además de proporcionar alimento sin la intervención humana directa, el tirachinas alentaba a Tom y Misha a moverse más, como hacen los delfines en libertad. Pronto le pillaron el tranquillo, y con solo oír el zap del tirachinas se activaban sus reflejos depredadores. «No pensaban. Se limitaban a esperar el bocado que de un momento a otro caería al agua –explica Foster–. Ahí supe que había llegado el momento de introducir peces vivos.»
Una de las cosas más curiosas del cautiverio es que los delfines capturados parecen olvidar que los peces vivos se cazan y se comen. Tom y Misha observaban los bancos de peces que pasaban por su recinto como quien ve un programa de televisión, así que Foster tuvo que entrenarlos para que volviesen a cazar y comer peces vivos. Comenzó por mezclarlos –al principio les daba un golpe en la cabeza o les amputaba la cola para que fuesen más lentos– en los puñados de peces muertos que lanzaba a la piscina. Tom y Misha estaban tan habituados a competir para ver quién engullía antes cualquier cosa que cayese al agua que ingerían los peces vivos junto con el pescado muerto sin pensarlo siquiera. Con el tiempo los peces vivos –cada vez menos ralentizados– fueron constituyendo una proporción mayor de su alimento, hasta que los delfines se acostumbraron de nuevo a su sabor y al concepto de que la comida se caza.
A continuación Foster procedió a soltar peces vivos en múltiples puntos y a diferentes profundidades del corral valiéndose de bidones de agua de 20 litros provistos de tapones con resorte que podían abrirse a distancia. Así eliminaba una vez más la presencia humana y concentraba la atención de Tom y Misha en las profundidades. Ambos delfines aumentaron el tiempo que pasaban buscando peces en el fondo del corral, incluso expelían burbujas por los espiráculos para sacar peces ocultos en rincones a los que no te­­nían acceso. Souster se había mantenido escéptica en cuanto a la posibilidad de devolver un delfín cautivo a su entorno natural. «Pero vi cómo Tom y Misha dejaban de ser animales letárgicos, pendientes de los humanos, hechos a que el alimento saliese de un cubo, para transformarse en animales que se volvían locos de alegría al ver un pez y que mostraban la conducta propia de un delfín en estado salvaje –dice–. Fue increíble.»
Foster estaba de acuerdo. Había llegado el momento de abrir la puerta del corral.
El 9 de mayo de 2012 amaneció un prometedor día de cielo azul cobalto y atmósfera límpida. Un nutrido grupo de empleados de Born Free y seguidores del proyecto se congregaron en la zona. A primera hora habían implantado en la aleta dorsal de Tom y Misha unas marcas de seguimiento para que Foster y Born Free conociesen sus evoluciones en las aguas abiertas del Egeo. «Si superan los primeros seis meses, podremos dar la reintroducción por buena –anuncia Foster–. Si les va mal, y a los tres meses un animal se mueve más despacio en un área cada vez más reducida, sabremos que está desnutrido.»
Cuando todo estuvo listo, un buceador abrió la cremallera de la puerta que cerraba el corral de red. Había llegado el gran momento, pero Tom y Misha se quedaron donde estaban, dando vueltas con recelo dentro del recinto. Al cabo de unos 20 minutos de inacción por parte de los delfines y creciente nerviosismo por parte de los humanos, Amy Souster alargó el brazo derecho e hizo un gesto, dándoles la última señal de su entrenamiento: la orden de ir de A a B. Como era de esperar, Tom obedeció, salió del corral y se detuvo unos 10 metros más allá. Como siempre, Misha emuló a Tom, pero luego aceleró y lo dejó atrás en un raudo sprint hacia la bocana de la bahía. Tom salió como una bala tras él. Si había habido alguna duda sobre cómo reaccionarían ante el océano aquellos dos delfines largo tiempo cautivos, pronto quedó despejada. «Antes de seis horas estaban comiendo peces y nadando con otro congénere –dice Foster–. Fue fabuloso.»
El seguimiento por satélite reveló que los dos delfines nadaron juntos varios kilómetros en dirección a Izmir y que a los cinco días se separaron. Para Foster no fue ninguna sorpresa. Tompuso rumbo oeste. Misha siguió nadando hacia el sur y hacia el este. «Puesto a irse, se fue de verdad», dice Foster.
A mediados de octubre, cinco meses después de la puesta en libertad, la marca de seguimiento de Tom dejó de transmitir. La de Misha comunicó hasta finales de noviembre y luego quedó también en silencio. Foster y Born Free habían confiado en que los transmisores durasen un mínimo de nueve meses, pero en cualquier caso aquel período era suficiente para confirmar que Tom y Misha se habían adaptado a su nueva vida en el Egeo. Había costado 20 meses y alrededor de 900.000 euros, pero Foster y Born Free acababan de demostrar que incluso delfines que han sufrido mucho en cautividad pueden aprender cuanto necesitan para vivir de nuevo en libertad.
Año y medio más tarde, en la otra punta del mundo, fueron liberados tres delfines cautivos en otra operación perfectamente documentada que confirmó la misma conclusión. El 18 de julio de 2013 se abrieron las paredes de red de un corral marino de la costa septentrional de la isla de Jeju, popular destino turístico frente a la punta meridional de Corea del Sur. Dos delfines del Indo-Pacífico, Jedol y Chunsam, se detuvieron unos instantes y después se adentraron en mar abierto. Macho y hembra habían sido capturados ilegalmente, junto con una hembra llama­da Sampal, entre 2009 y 2010, arrebatándolos de un grupo de unos 120 delfines salvajes que habitan las aguas de Jeju. Sus captores los vendieron a Pacific Land, un parque marino de la isla surcoreana. Gracias a una campaña de la Asociación Coreana de Defensa de los Animales, un juzgado ordenó su puesta en libertad.
Los tres delfines habían sido adiestrados para realizar las acrobacias habituales –saltos, desplazamientos sobre la cola, volteretas, saludos– en los shows de Pacific Land. Posteriormente Jedol fue vendido al zoo de Seúl, en cuyo delfinario exhibía buena parte de su repertorio. A raíz de la sentencia judicial, Chunsam y Sampal fueron trasladadas al corral de Jeju a principios de abril de 2013; Jedol llegó un mes después. El zoo de Seúl envió un adiestrador, Joo Dong Seon, que los prepararía para su liberación.
Los tres delfines estaban bien entrenados y en buena forma, y habían sido capturados cuando ya eran mayores y, por ende, experimentados. La estrategia para devolverlos a su entorno natural fue, en consecuencia, más sencilla que en el caso de Tom y Misha: reducir todo lo posible el contacto con los humanos y asegurarse de que estaban preparados para sobrevivir a base de una dieta de especies locales vivas. En apenas unas semanas se convirtieron en expertos en la caza e ingestión de peces vivos, y aprendieron incluso a dejar las espinas, como hacen sus congéneres en estado salvaje. «Al principio soltar a Jedol me parecía de locos, porque estaba bien adaptado a la piscina y habituado a comer pescado, y porque cuatro años de cautiverio son muchos años –cuenta Seon–. Dudaba que pudiese reaprender a cazar. Pero en cuanto los pasamos al corral marino, descubrí la enorme rapidez con la que aprenden los delfines.»
Al igual que con Tom y Misha, se hizo un control estricto de la ingesta, la forma física, el peso y la salud de los tres ejemplares para establecer los criterios que debían cumplir antes de la suelta. Sampal, sin embargo, tenía sus propios criterios: se escapó por un pequeño orificio de la red el 22 de junio. Unos días más tarde los investigadores confirmaron, valiéndose de técnicas de identificación fotográfica, que se había reintegrado en la manada de delfines salvajes. Tres semanas después Jedol y Chunsam fueron puestos en libertad. Llevaban un número marcado en frío sobre la aleta dorsal y una marca electrónica para el seguimiento vía satélite, que se desprendió a los tres meses. Pronto uno y otro se habían reunido con Sampal y su grupo.
La suelta coreana demostró que con delfines sanos, apoyo local y una manada salvaje cerca, la transición de cautivo a libre podía ser relativamente sencilla y completarse en pocos meses. Confirmó la idea de que los delfines capturados no están condenados a la cautividad de por vida.
«Probablemente un tercio de los delfines en cautividad son candidatos a una suelta», dice Naomi Rose, la bióloga marina del Instituto de Bienestar Animal que asesoró a la Asociación Coreana de Defensa de los Animales.
Aunque Foster afirma que no colaborará más en la captura de delfines salvajes para surtir espectáculos y delfinarios y aunque opina que la puesta en libertad es una buena opción para muchos ejemplares cautivos –entre ellos orcas sacadas de su entorno natural–, sigue creyendo que exhibir individuos en cautividad, siempre que se haga como es debido, puede contribuir a forjar una conexión positiva entre humanos y delfines. Le gustaría ver el modelo caduco del negocio de las capturas, con sus piscinas artificiales y espectáculos circenses, reemplazado por corrales marinos de puertas abiertas y programas de divulgación e investigación. «Así los animales tienen elección. Para mí ese sería un buen término medio –dice–. Seguramente Tomse habría quedado. Misha se habría ido.»
Son temas para el debate, pero Tom y Misha han cumplido su papel y han desaparecido en el océano. El anonimato es una característica importante de la naturaleza salvaje. Es alentador saber que se les ha dado la libertad de perderse.
Al mismo tiempo no deja de ser bonito saber cómo termina la historia. Un día de mayo del año pasado, un pequeño barco pesquero se topó con unos 60 o 70 delfines del Indo-Pacífico que recorrían la costa nororiental de Jeju. Algunos cazaban. Otros jugaban. Eran delfines libres que vivían como tales, una comunidad compleja con sus propias costumbres, cadencias y prioridades.
De pronto emergió a la superficie un delfín con un pequeño «1» blanco marcado en la aleta dorsal. Era Jedol. Poco después apareció un «2», anunciando la presencia de Chunsam. Los nú­meros se antojaban insólitos y fuera de lugar en aquella marabunta desordenada. Pero eran la conmovedora prueba de que los delfines estaban donde debían: en mar abierto, donde habían nacido y donde pasarán el resto de su vida.

fuente : http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ng_magazine/reportajes/10263/nacidos_para_ser_libres.html?_page=2

No hay comentarios:

Publicar un comentario