lunes, 24 de junio de 2013

África no es un país.






AUTOR.PEPE NARANJO
El pasado 2 de junio el estadio Demba Diop, en pleno centro de Dakar, estaba a reventar. Decenas de miles de enfervorecidos seguidores llenaban las gradas con sus bailes y sus cantos. ¿Un concierto de Youssou N’Dour? No. ¿Un partido de fútbol de los Leones de la Teranga? Tampoco. Toda esa fiebre, ese trasiego, esa agitación era para ver un combate de lucha senegalesa entre el actual rey de las arenas, Balla Gaye 2, conocido como el León de Guediawaye, y el aspirante al trono, Tapha Tine, apodado el Gigante de Baol. La enorme expectación, sin embargo, dio paso a un combate de solo 2 minutos y medio en el que Balla Gaye 2 logró conservar su cetro. Días después, su rival aseguraría quese sintió “paralizado” y que, por momentos, el León de Guediawaye era invisible a sus ojos, insinuando que fue vencido mediante las artimañas místicas de un marabú. Así es el laamb, deporte, pasión, negocio, espectáculo y una buena dosis de magia.
En los pueblos de Casamance y en las islas de la desembocadura del río Saloum la lucha senegalesa se practica desde hace siglos. Los jóvenes más fuertes del pueblo pugnan entre sí para elegir al que representará a la comunidad en los grandes combates anuales. Las mujeres cantan y los tambores suenan. Los luchadores, ataviados con el taparrabos tradicional o mbap y con sus amuletos de cuero, se convierten en ídolos locales a medida que van derribando a sus rivales, pero, para ello, necesitan contar con el poder mágico de sus marabúes que se encargan de llevar a cabo los conjuros que anularán la fuerza del contrario. El combate es, por tanto, doble. Los jóvenes se baten con cuerpo, brazos y piernas, mientras que los brujos respectivos utilizan sus fórmulas secretas, brebajes y sacrificios.








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