… sucedió, en un verano, allá en Peñón Bermejo, por
donde las cabras guanines, que organizamos la expedición o marcha a Los
Hogarzales, y a tal fin la ruta o itinerario era pasar por Güi-Güí Chico,
Güí-Güí Grande, adentrarnos por el Barranco de Zamora, Finca de Miguel, subir
por La Media Luna,
y ascender.
Subir suponía ir sorteando la maleza, y especialmente apartando las
tabaibas para poder avanzar, y aunque habíamos tomado las precauciones propias
del día (pertrecharnos de agua suficiente, para hacer frente al calor y a la
jornada, bebiendo lo suficiente de aguas por el camino, y reservando la de las
cantimploras, también ésta se nos agotó dado el calor y el avance de la
jornada, pero… llevábamos la confianza, que arriba, en uno de los andenes
previos a las minas de obsidiana, había una fuente, y con esa esperanza,
subíamos tranquilos ya sin agua, y lo que nos encontramos fue, que dada la
fecha (mes de agosto), la fuente estaba seca, y solo desde lo alto del andén
goteaba lentamente una gruesa gota de vez en cuando, pero que aquello tan
insignificante, al menos servía para refrescar los labios, y he ahí el drama:
toda vez que el roce con las tabaibas, había impregnado las manos de su
envenenadora leche, y aún imperceptible ésta, aquel monitor, llevándose la mano
con lo que de agua había conseguido a la boca y casi lamer la húmeda cuenca de
la mano, se llevaba juntamente -sin saberlo- la leche, que aumentó al mil la
sed, y tanta que en la boca tenía literalmente fuego, que le abrasaba, y le
producía un quemor insoportable, sin que caramelos o azúcar alguna le
refrescara de tan fuerte ardor y quitara amargura tanta. Lo cierto fue, que el
joven se sintió morir, y con gran angustia me pidió el sacramento último (cosa
que hice, entre la expectación y asombro de los otros acampados). El resto de
agua que quedaba en las cantimploras de los demás, no lograba calmar y apagar
aquel fuego que le retorcía de dolor y lamentos…, emprendimos rápida la bajada,
una vez más por entre las tabaibas, y al fin llegamos hasta donde una higuera
cuyo frutos, y el agua que junto a ella corría, ya caída la tarde, fue un buen
refresco, y aunque el mal seguía, se atenuó en parte. Y, por supuesto, nada
tiene que ver este relato, visto desde fuera, con vivirlo y padecerlo. Por
tanto, mejor olvidarlo, pero quede la moraleja o lección: después de rozarse
uno por una tabaiba, no se pase la mano por la frente, ojos, ni labios, salvo
que se reproduzca y reviva lo aquí relatado.
El Padre Báez.
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