domingo, 23 de marzo de 2014

El Salvaje Oeste de Canadá



Por Tom Clynes

sHawn Ryan recuerda los años de hambre, antes del primer golpe de suerte. Este buscador de oro vivía con su familia en una caseta hecha con chapas de metal en las afueras de Dawson, la que fuera una próspera ciudad a orillas del Klondike y que para entonces se había convertido en un recuerdo fantasmagórico de sus antiguos días de gloria. Los Ryan no tenían ni 200 euros y vivían sin agua corriente y sin luz. Una noche en que el viento se colaba por las rendijas, la mujer de Ryan, Cathy Wood, expresó su temor de que sus dos hijos murieran congelados.
Hoy la pareja puede adquirir –y calentar– cualquier vivienda en cualquier lugar del mundo. Al descubrir lo que resultó ser un tesoro enterrado por valor de miles de millones de dólares, Ryan reinoculó la fiebre del oro en el Yukón, que de nuevo atrae a buscadores de fortuna en cantidades inauditas desde la década de 1890. La fiebre de los minerales ha resucitado los bares y hostales de Dawson, cuyas fachadas in­­clinadas por el viento relucen en tonos pastel bajo el tardío crepúsculo de mediados del verano. La estampa bien podría ser decimonónica: un bullicio de hombres con barba por las pasarelas de madera y las calles embarradas, risotadas y rumores sobre los últimos hallazgos y picos de precios.
Durante la primera «estampida» de la fiebre del oro del Klondike, los buscadores se afanaban en los riachuelos de la zona armados de picos, palas y bateas. La minería actual implica mover cargas ingentes con un ejército mecanizado de bulldozers, equipos de perforación y obreros lle­gados en avión. El boom de los registros de concesiones se ha desinflado desde la estabilización del precio del oro, pero la alta demanda de minerales y la normativa en el Yukón, favorable al sector, siguen atrayendo empresas mineras procedentes de lugares tan lejanos como China.

Sobre las instalaciones de Shawn Ryan –un complejo en continua expansión ubicado en la periferia de la ciudad– atruenan sin cesar los he­­licópteros que trasladan prospectores pertrechados de GPS desde las remotas cordilleras a la base y viceversa. Ryan tiene 50 años, pero irradia el entusiasmo y el ímpetu de un hombre mucho más joven. «En este momento, este es el proyecto de prospección geoquímica más importante del mundo –dice–. Y quizá de todos los tiempos.»
Sobre una mesa de su despacho hay tres pantallas de ordenador rodeadas de radios y repelente para osos. Geólogo autodidacta, Ryan usa la pantalla de la izquierda para consultar los mapas que genera a partir de su propia base de datos de muestras de suelo, en busca de anomalías que pudieran delatar una masa oculta de mineral precioso. En la del centro, una cuadrícu­la azul superpuesta a un mapa del Yukón señala las concesiones que posee; desde 1996 sus equipos han registrado más de 55.000 concesiones, que en total suman una superficie mayor que Jamaica. En la pantalla de la derecha sigue la evolución de sus posiciones en el mercado del oro, que se revalorizan cada vez que un sobresalto económico induce a los inversores a refugiarse en los metales preciosos.
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