Texto | Fotos: Javier Brandoli
África. Estado que nos duró poco, muy poco. De pronto estábamos en el Puerto de Damietta rodeados de agentes y perros entrenados para oler miserias. Acompañamos a unos hombres a una nave aduanera donde nos informaron de que Egipto requería para la entrada de nuestro coche papeles que no llevábamos (carnet du passage). La solución era complicada, otro golpe a nuestra ruta que se encallaba de nuevo en este complicado universo de papel.
Entonces decidimos coger un taxi, ya que nuestro coche estaba precintado, al Cairo. Allí intentaríamos resolver nuestro problema, a 260 kilómetros de nuestra feliz entrada portuaria. En el camino aprendimos dos cosas: que en las carreteras se sobrevive y que Egipto es inmensamente más pobre de lo que habla su macroeconomía, la segunda en términos de PIB de todo el continente tras Sudáfrica (cifra que baja considerablemente en renta per capita).
El Cairo nos pareció triste en aquellas primeras jornadas. Nos alojamos en una pensión junto a la plaza de Tahrir donde aún quedan los restos de la batalla. Las alambradas de espino siguen rodeando la plaza por si vuelven allí los unos y los otros, que en aquel lugar en el que se derriban dictadores y gobiernos se resume y consume Egipto.
Comenzamos entonces a pelearnos con la apática urbe y nuestros sentimientos. Nunca vi tanto movimiento y tanto desconsuelo. La gente te habla en pasado de sus vidas y la esperanza comienza siempre en un ayer. No sé si son conscientes de que siempre nos hablaban en pasado del futuro. E íbamos al maravilloso Museo Egipcio y descubríamos un gran almacén con polvo donde se guardan los más bellos tesoros del mundo sin que a nadie pareciera importarle la niebla. Supongo (y entiendo) que están más preocupados con las decenas de tanques y blindados que hay en la puerta listos para partir a la cercana plaza de Tahrir.
Nos perdíamos por las calles y mercados callejeros y luego descansábamos en la ribera del Nilo donde almorzábamos en inmensos barcos restaurantes donde no había nadie. Empezábamos a entender que El Cairo se ha quedado sin turistasy hasta hay una cierta apatía en los vendedores ambulantes que dudan si ofrecerte una talla de la esfinge o un casco por si comienza el baile.
Así llegábamos a nuestro barrio, zona de la calle Talaat Harb, que cada noche se convertía en nuestro refugio del Cairo. Bajábamos al maravilloso café Riche, donde el fantasma de Mahfuz escribe aún versos en las servilletas que recitan cada noche los ancianos que allí cohabitan. O desayunábamos a primera mañana en el J Groppi, una vieja heladería de 1892 que hizo un pacto con el diablo para no mudar nada. O terminábamos tomando una copa en el bar Estoril, en su barra sin luz de ambiente canalla.
Ese era nuestro Cairo, ese trozo. Poco para su grandiosidad. Entonces decidimos irnos a ver las Pirámides de Giza ya que nuestros papeles se retrasaban. Y hay tanto dicho y escrito de este lugar que yo poco puedo aportar que no sea redundar en tanta palabra. Paralizan, magnetizan, emocionan... Nada se entiende porque este es otro de esos imposibles que contemplas a tientas. Miras y no crees.
Y luego decidimos ir a visitar en metro el bonito barrio copto del Cairo donde sus iglesias huelen a incienso y a alfombras añejas. Tierra de viejos cristianos que se desperdigan por esta vieja tierra (viven cerca de 10 millones de coptos en Egipto). Y ya decididos, mientras cambiaba nuestra relación con la urbe y su entorno, nos fuimos también a Memphis y Saqqara, donde está la pirámide de Zoser, la más antigua de Egipto que amenaza con derrumbarse, advierten los científicos, si sigue condenada al olvido.
También vimos las pirámides de Dahshur con el privilegio de ser las únicas personas que allí estaban y de poder andar solos por sus entrañas. Y tomábamos un té en el Marriott y comprábamos baratijas inservibles junto a la estación de tren. Y de pronto, ocho días después de nuestra llegada, sonó el teléfono y nos confirmaron que nuestro carnet du passage estaba en la embajada portuguesa que con tanta dedicación nos había ayudado junto al Club del Automóvil de Portugal. Y aquella noche salimos a celebrar que nos íbamos a Damietta a recoger nuestro coche y seguir el viaje.
Y olvidamos la capa de polvo y tristeza que tiene el lugar y nos despedimos con la sensación de, al menos, haberlo empatado. Y así fue todo hasta que aquella mañana, temprano, desde la ventana del Golden Hotel vimos tanques colocándose en las inmediaciones de la plaza Tahrir y el dueño de la pensión nos dijo con los ojos apagados que «no hay solución para este país» y de alguna manera todo se hizo gris y partimos con una mezcla de alegría y tristeza.
fuente:http://www.ocholeguas.com/
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