POR MARÍA SÁNCHEZ
Hace alusión este refrán, a la costumbre de hacer comparaciones sin pararnos a reflexionar, preguntar o, simplemente, guardar silencio y respeto absoluto ante la vida de nuestros semejantes. El ser humano, por naturaleza, es dado con mucha facilidad a poner etiquetas a diestro y siniestro sin pararse a pensar que, en cualquier momento, la vida le puede colocar del otro lado de la calle.
Sabemos que la gran mayoría de los refranes vienen desde tiempos muy lejanos, pasando de generación en generación, como si se tratara de un legado familiar. Aunque éste que tocamos hoy está aún en boga, los descendientes de aquellos que lo llevaban a rajatabla han cambiado sus costumbres y, con buen criterio, saben respetar a quienes les rodean.
En la época en que vivimos podemos mantener una buena relación de amistad o simplemente manifestar una cordial simpatía con determinados colectivos, sin por ello ser señalados con el dedo. Hoy, se valora más al ser humano, que la apariencia muchas veces inventada por las modas. Muchos años atrás, se catalogaba de homosexual al hombre que vistiera una camisa de otro color que no fuera el tradicional blanco, y no digamos nada si el color elegido era el rosa, aquí ya no cabía duda, o era sarasa o la mujer lo tenía gobernado.
No debemos comparar sólo por las apariencias, pues como dice otro refrán, las apariencias engañan. Para muestra echemos un vistazo a los telediarios y periódicos donde vemos a caballeros y señoras de punta en blanco camino de los juzgados. Seguro que más de uno se arrimó a su sombra sólo para que le compararan, antes de saber que aquella persona era un lobo con piel de cordero.
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