Un equipo de geógrafos completa un proyecto de tres años para recalcular los kilómetros de costa del país nórdico.
Los graznidos parecen rasgar el límpido cielo estival. Las aves –frailecillos, alcatraces, araos, gaviotas– se arremolinan en tropel en torno a los farallones que emergen del agua. Nos hemos hecho a la mar prácticamente en el punto más septentrional posible, frente al cabo más al norte de la costa de Noruega, muy por encima del círculo polar Ártico. Mientras el bote salta y cabecea en los canales que serpentean entre las rocas, redescubro una verdad harto conocida: a las aves marinas se les da bien volar, y también flotar, nadar y bucear, pero nada más. Corren por el agua salada hasta que parece que jamás conseguirán elevarse, y aterrizan como pesadas gotas de lluvia sobre la espuma de las olas rompientes.
Por supuesto, es posible salvar en coche la distancia que hay entre Bergen y Vardø, en la punta oriental de la península de Varanger, pero un vistazo a un mapa o a un juego de cartas náuticas deja claro que un coche es más un problema que una solución. En los últimos 120 años los barcos de la famosa Hurtigruten (literalmente, «ruta rápida») han tendido un puente salvador entre las comunidades más aisladas y el mundo exterior. Viajando a bordo de este expreso costero, los kilómetros no tienen importancia, y cuando el sol de medianoche está en su plenitud, las horas tampoco. El tiempo se mide por la progresión de puertos: Bodø, Svolvær, Tromsø.
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