En la caótica capital de la República Democrática del Congo, el arte es una manera de sobrevivir.
Fíjese en el artista. Sale de un cobertizo que no es mayor que la celda de una cárcel, aunque está pintado de vivos colores y encima de la puerta hay un letrero que anuncia: «Place de la Culture et des Arts». El artista vive y trabaja aquí. Lleva un corte de pelo al estilo mohicano, aretes de oro, gafas ultragrandes con montura negra, botas de cowboy, cinturón de Dolce & Gabbana y una holgada camisa de tonos cobrizos. Se llama Dario, tiene 32 años y nos dice muy ufano: «Yo soy el rey de este barrio».
El barrio en cuestión es Matete, un lugar superpoblado, mísero y peligroso que es conocido por sus atletas y por los ladrones. (No lo es tanto por sus artistas adictos a la moda.) Junto al cobertizo de Dario, una anciana sentada en el suelo vende montoncitos de carbón. Calle arriba se extiende un laberíntico mercado donde los comerciantes venden martillos, plátanos y cigarrillos. Un poco más abajo, una pareja de policías intenta sujetar a una mujer perturbada que se arranca la ropa del cuerpo. Estamos en el vibrante corazón de Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo, una urbe en la que parámetros como el índice de nutrición per cápita y la calidad del agua sugieren unas condiciones de vida cercanas a la muerte. Pero la realidad es que Kinshasa está muy viva.
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